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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La era imaginaria

EL DESENLACE del episodio de la Embajada de Irán en Londres produce ya las acostumbradas reflexiones sobrela contemporaneidad de la violencia. Proceden de una psicosis, crean una psicosis. Desgraciadamente, este tipo de sucesos forma una continuidad histórica. El de ahora recuerda el que se llamó la batalla de la calle de Sidney, en Londres, en enero de 1911: un asalto contra la banda de Pedro el Pintor, que dirigió personalmente Winston Churchill, secretario del Interior (criticando el hecho, blandiendo un periódico donde estaba la fotografía de Churchill en el lugar del suceso, lord Balfour dijo en los Comunes: «Comprendo que estuviese allí el fotógrafo, pero ¿podría explicamos el ministro que estaba haciendo él allí? »), como el de otras casas tristemente célebres: la de Seisdedosen Casas Viejas, en 1933; o la Casa de Cornelio, en Sevilla, 1931 (la artillería, con el alza a cero, la redujo a escombros con veintidós proyectiles del 7,5): se reunían comunistas en ella. La palabra «terrorismo» aparece a finales del siglo XVIII y se extiende en el XIX (inventor, Babeuf). La lista de los asesinatos políticos en lo que ahora llamamos occidente suele comenzarse por el de Hiparco de Atenas: en el año 514 antes de Cristo. No tiene fin.Nuestros días son los más benignos y tranquilos de este siglo, que ha conocido las dos guerras más mortíferas de la historia, revoluciones como las de la URSS o China, genocidios como el de los nazis en Alemania, nombres trágicos como el de Stalin y el de Hitler, guerras civiles como la española, posguerras como la de Franco, luchas y explotaciones coloniales, bandas como la de Bonnot, en Francia, o las de los innumerables gangsters de Chicago, ejecuciones injustas como las de Sacco y Vanzetti; cárceles infinitas, como Siberia, campos de exterminio. No hay en nuestros días europeos miserias como el «hambre irlandesa», como las del bajo París contado por Zola o los docks de Londres relatados por Dickens.

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Sin embargo, cada vez que un suceso como el que acaba de terminar con tragedia en Londres asoma, una docena de personas en nuestro país, y probablemente algunos centenares en todo el mundo, firman una condena de la contemporaneidad, y una acusación concreta contra nosotros mismos, contra los hombres de 1980. Y se afirma que hay una filosofía de desprecio a la vida humana, como nunca lo ha habido; con un desparpajo que puede confundir a cualquier historiador aficionado a condición de que no sufra las mismas alucinaciones.

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¿Con qué se está comparando nuestro tiempo? Probablemente, con lo que este tiempo debía haber sido. Con un tiempo imaginario, incapaz de convivir con el tiempo real. Todo el ideario de las democracias en lucha contra el nazismo comenzó a hacer correr el insensato rumor de que el hombre iba a ser feliz (the porsuit of happines, dice la Constitución americana) y a codificar esa felicidad en el preámbulo y el articulado de la Carta de las Naciones Unidas, con sus declaraciones de derechos humanos y su afirmación de las libertades individuales y colectivas; toda una literatura política de esa índole se ha ido vertiendo sobre el mundo y difundiéndose por medios que nunca habían alcanzado como ahora a todos los hombres, a cada nueva independencia, a cada nueva muerte de una tiranía. O a cada nacimiento de una democracia.

La realidad es más coriácea. Las corrientes de la humanidad no se detienen en fechas convenidas o en proclamaciones triunfalistas. No se puede caer tampoco en el absurdo contrario (la agresividad humana como forma de destino impuesto por la naturaleza, la lucha de todos contra todos, la supervivencia del más fuerte, como ideas motrices de una justificación de horrores) ni sostener que estamos condenados para siempre a la violencia. Pero no conviene que comparemos el tiempo que existe con el que fabricó una propaganda. Comparándolo con el pasado inmediato, veremos que no es peor, sino incluso bastante mejor. Y que la idea de lucha contra la violencia, contra la guerra, contra el terror de cualquier clase, merece la pena de que sea llevada adelante. Antes, la violencia y la guerra pertenecían al sublime terreno del honor: ahora están desprestigiadas, condenadas. Es un progreso.

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