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Ignacio Aldecoa

Si se hiciera un sondeo en España sobre quiénes, entre sus ciudadanos, gozan de más breve memoria, a buen seguro que vendrían en primer lugar los escritores. Tras el postrer saludo al borde de la fosa, tras el artículo con que se sirve ese tipo de actualidad que a tanta humillación ata y obliga, viene por lo común un tiempo de silencio, especie de campana neumática, prolongación, más allá de la muerte, de tanto desinterés interesado en vida, repartido fuera de amigos y vínculos afines. Este noviembre en que el otoño toma cuerpo definitivamente, caliente para algunos, templado para los de siempre, se cumplirán diez años de la muerte de Ignacio Aldecoa, y en esta España conmovida y recelosa, a medias entre el miedo y el tedio, seguramente nadie recordará la suya entre tantas otras, nadie se acordará de un escritor español hoy que las planas de la prensa literaria se abren tan generosamente a los exegetas de autores extranjeros. Cuando se considera cómo Francia trata a los suyos, cómo les ampara, originales o mediocres, bajo el manto de su cultura centenaria, comparándolo con el trato que prodigamos a los nuestros, sonroja que alguien hable aún de desencantos. Seguramente tales desencantados esperaban ver nacer un olimpo en un solar de silencios y desdenes.Pero volviendo a Ignacio, es preciso aclarar, ante todo, que en esta hora de actitudes pactadas, de silencios cómplices, de difusas cuando no ambiguas personalidades, pocas veces, como en su caso, la vida de un escritor fue tan consecuente con su obra. Su memoria que con el tiempo crece, que con el tiempo cobra medida y peso, está claro que no ha menguado desde su muerte, tal como algunos pensaban, tal como otros temíamos. De su obra nadie podrá decir, por tanto, que se halla en trance de ser recuperada porque, nunca perdida, presente cada día, ni los nuevos estilos, ni los nuevos modelos, ni la nueva literatura de consumo le afectaron demasiado en vida, ni mucho menos hoy, al cabo de los años.

Desde sus libros de poemas hasta sus últimos capítulos, donde el mar se asoma a lo largo de nuestros litorales, aparece una constante que a nadie pasará inadvertida: una forma de interpretar el mundo en torno, independiente y personal que atañe por igual al fondo y a la forma.

Pues en el fiel impreciso de esa balanza universal del arte que sirvió siempre para medir a los grandes narradores, Ignacio, a lo largo de sus relatos breves, a lo ancho y profundo de sus novelas posteriores, nada sacrificó a nada, procurando, aun a riesgo de su fisonomía de escritor, mantenerse fiel a sí mismo, a su modo de entender la vida y la literatura, en busca de un estilo propio.

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Esta vida literaria española de escalafón sacrificado, de administradas aptitudes, de medidas y calculadas pretensiones, contó poco para él. En ello andaba de por medio su modo de ser y su convencimiento de que, por encima de cualquier circunstancia, lo que vale perdura, unido a la convicción de que los escritores, a fuerza de sentirse silenciados, corren riesgo evidente de acabar en frívolos.

El, que nunca cayó en este pecado, prefirió alejarse de la marea de las revistas al uso, de círculos más o menos vedados, más o menos abiertos al intercambio de favores culturales. Refugiado en sus propios libros, mirando en su interior, acabo distanciándose.

Vinieron por entonces sus días, si no mejores desde el punto de vista de su obra total, sí los más auténticos, tiempos de su Gran Sol o de Parte de una historia, esa historia que, al igual que la suya personal, ya nunca conoceremos concluida del todo. Pues si en sus cuentos en los que el río de Madrid aflora, en los que nuestro país se acongoja y esconde, aparece el escritor de una ciudad dolorida y maltrecha, aunque nunca vencida o desdeñada, en sus últimos libros, en sus novelas finales, es como si ese mar tan deseado, espejismo quizá de alguna vocación tardía, le diera, en cierto modo, algo de aquello que tanto ambicionó en vida: algo de libertad, una apertura a nuevos horizontes y descanso para el alma, que viene a ser la sal de la tierra en el antiguo paraíso de la gente de bien y de los grandes narradores.

En aquellos postreros tiempos, tras de los días melancólicos de la universidad y el río, un río que no existe y una universidad en trance de agonía, quizá tuvo todo ello a su alcance cuando a la vuelta de sus últimos viajes pasaba por Madrid como huyendo, como temiendo hacerse sedentario del alma, según tan a menudo afirmaba y temía.

No fue así porque Ignacio, en los peores envites de la vida, siempre salía a flote; es decir, permanecía.

Es verdad que ya no era aquel muchacho jovial de aventuras imaginadas, tantas veces fingidas, el de los años de la guerra, aquel a quien el profesor de su Vitoria natal amenazaba en los relatos de su libro Arqueología. «¿De qué se ríe usted, señor Aldecoa?», preguntaba don Amadeo. Y Aldecoa callaba y, al tiempo, sonreía.

Hoy sabemos de qué se burlaba. Se reía de los necios, los avisados y pedantes que estorban los cauces de la tradicional sociedad española, de la España grotesta y anodina, de las sombrías derrotas y las glorias efímeras. Y puesto que la burla inteligente no es sino una forma más de adentrarse en el alma de las cosas, digamos que también se burlaba, es decir, que su amor se confundía con los caballos de pica en las tardes de toros, con los pájaros y los espantapájaros, con los hombres de] amanecer, los corazones y las sombras, con la hermana Candelas y las piedras del páramo.

Y, finalmente, en el espejo de su prosa, en sí mismo forjada, de sí mismo nacida, Ignacio acabó burlándose de su propio corazón y otros frutos amargos de tan diversas soledades.

De todas ellas nos acordamos hoy al cabo de diez años; pues, como alguien ha escrito, Ignacio está en todos sus personajes, en el desvalimiento histórico y existencial de la gente de España, pero más que en ninguna parte, entero y directo en su última historia, que nos habla de sus crisis como escritor y hombre. De este modo le recordamos hoy, en esta sociedad desencantada no se sabe de qué, a no ser de un exceso de ilusiones, de no llegar a entender que en la vida y el arte tan sólo lo que se siembra se recoge.

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