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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El viaje de los Reyes a Marruecos

EL VIAJE del Rey a Marruecos ha cubierto los objetivos posibles, en sí mismos limitados, que la complicada situación en el Magreb y la delicada posición española en la zona permitían. Una vez más, la diplomacia de nuestro país ha tenido que recurrir al prestigio personal e institucional de don Juan Carlos. Sin duda, está bien hacerlo así si de ello devienen frutos para el Estado y para todos los españoles.Pero parece obligado denunciar la notable falta de planificación de los viajes a que se ve forzado el Rey, que la próxima semana tendrá de nuevo que trasladarse al exterior, y el eventual desgaste a que podría someterle la confusión forzada con funciones que en rigor no le corresponden.

En la visita a Marruecos se ha echado de menos la presencia del presidente del Gobierno, que hubiera evitado los equívocos y malentendidos derivados de que la titularidad de la Corona no posee el mismo significado en los dos países. Hassan II no es, en modo alguno, el jefe del Estado de una monarquía parlamentaria, sino un gobernante a mitad de camino entre la autocracia y un poder personal templado por la existencia de fuerzas políticas y sociales que lo contrarrestan. Había materias que tratar y perspectivas que estudiar en las que su interlocutor idóneo era don Juan Carlos. Pero la casi ilimitada esfera de competencias del rey de Marruecos hacía también casi inexcusable que fuera el presidente del Gobierno español, y no el Rey, quien dialogara y negociara a propósito de otra importante serie de cuestiones. El hecho de que Suárez haya estado ya en Marruecos no impedía la conveniencia de que en esta ocasión acompañara a don Juan Carlos.

El discreto silencio del rey de Marruecos sobre Ceuta y Melilla a lo largo de los dos días de la estancia de don Juan Carlos en su país parece algo más que cortesía personal. Si los hechos posteriores confirmaran que se ha tratado de una decisión política, y que Hassan II renuncia a utilizar ese contencioso -que, como es obvio, sigue pendiente- como arma de presión sobre la diplomacia española en un futuro inmediato, el viaje del Rey estaría, sólo con eso, plenamente justificado. Ahora bien, constituiría un lamentable error que dicha situación no fuera utilizada para diseñar una estrategia meditada y responsable que, a la vez, defendiera los intereses de los españoles que viven en el norte de Africa frente a cualquier eventual intento de agresión o de despojo y tomara en consideración los múltiples factores que presionan sobre ese área y a los que forzosamente habrá que dar en su día alguna solución política y negociada. Regresar a los hábitos del avestruz de nuestra diplomacia del pasado no conduciría a nada en este terreno, y lo sucedido en el Sahara bien puede servir de lección.

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Después de que la llegada de don Juan Carlos produjera la liberación de los barcos y tripulaciones españoles apresados por el Gobierno marroquí, el conflicto pesquero ha entrado en una fase de cierta mejoría, pero no se puede dar, ni mucho menos, por solucionado -«desbloqueado» fue la palabra oficial al respecto-. El acuerdo pesquero entre España y Marruecos no fue ratificado por el Parlamento de Rabat, que difícilmente prolongará sus sesiones para hacerlo. El próximo martes se negociarán los perfiles de un protocolo provisional que permita un modus vivendi para nuestros barcos, en tanto se llega a algún acuerdo definitivo. La forma demasiado triunfalista de presentar la información sobre este delicado y complejo asunto, en el que hay intereses contrapuestos y dictámenes jurídicos para todos los gustos, puede dar lugar a que, injustificadamente, se lancen las campanas al vuelo. Pero a la larga resultaría más satisfactorio para todos, incluso para el Gobierno y el Ministerio de Transportes, un análisis realista de la situación y de sus perspectivas futuras. Evidentemente, el Parlamento marroquí no ha aplazado la ratificación del acuerdo pesquero por exceso de trabajo, por olvido o por llevar la contraria a Hassan II, y ni siquiera puede aceptarse como única explicación de la demora el deseo de Rabat de guardarse esa carta en la bocamanga para presionar a España en sus posiciones respecto al Sahara y Argelia.

El destino del antiguo Sahara español, el viaje del señor Suárez a Argel, los contactos con el Frente Polisario y el visible enfriamiento de las posturas promarroquíes de Madrid eran, por supuesto, el telón de fondo del viaje del Rey. Recomendar la equidistancia española respecto a Rabat y Argel y propugnar una salida pacífica del conflicto del Sahara, mediante una solución negociada entre todas las partes implicadas (Marruecos, Mauritania, Argelia y el proyecto de Estado sahariano), es seguramente la única posición que cuadra con nuestros intereses en la zona. No tenemos por qué elegir entre Marruecos y Argelia para la cooperación económica y los intercambios comerciales y culturales y no es posible condicionar nuestras relaciones con el norte de Africa al contencioso saharaui. Sin embargo, es preciso reconocer que resulta menos fácil instrumentar esa fórmula que expresarla en términos abstractos. La diplomacia española se está orientando, desde hace algunos meses, en esa dirección, abandonando el callejón sin salida en que la introdujeron anteriores equivocaciones y negándose a ser una pieza dócil e inerte de la estrategia francesa en el Magreb. Confiemos en que la experiencia de los últimos años y el remozamiento de nuestra política exterior, en la que el Rey está jugando un papel decisivo dentro de los límites que la Constitución establece, desemboquen en una acción diplomática digna de tal nombre, congruente con nuestros intereses nacionales y adecuada a los principios de la Monarquía parlamentaria. De la preparación, el trabajo y el talento de nuestros diplomáticos, y de sus esfuerzos por romper las rutinas y las incompetencias del pasado, depende que España tenga una auténtica política internacional y no una simple red de oficinas para despachar visados y de lujosas residencias donde ofrecer cócteles.

Finalmente, entre España y Marruecos no existe sólo la espada de Damocles de Ceuta y Melilla, el conflicto de utilización pesquera de aguas jurisdiccionales y las tensiones suscitadas por nuestro acercamiento a Argelia y al frente Polisario. Somos dos países unidos por la historia, la cultura y la vecindad geográfica, con proyectos de gran envergadura que acometer juntos (el mejor ejemplo, aunque sin duda bastante utópico, es el túnel bajo el estrecho) y con grandes oportunidades para la cooperación económica, técnica y cultural. El viaje del Rey también ha sido de gran utilidad para que esos aspectos sin espinas ni antagonismos de nuestras relaciones puedan fortalecerse y crecer en el futuro. Si Marruecos y España, por decirlo con una frase tópica, están condenados a entenderse por razones geopolíticas, lo mejor será que lo hagan cuanto antes y en los términos que más favorezcan sus intereses respectivos.

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