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La salud rentable

Rosa Montero

A unos médicos franceses se les ha ocurrido exigir a las grandes compañías de tabacos y alcoholes varios que paguen el cuidado de los damnificados por sus productos; en Francia son el 10% de los enfermos existentes. Bien mirado, e incluso sin mirar muy bien, hay que reconocer que vivimos un mundo enloquecido, que institucionaliza la muerte prematura y eterniza, por razones mercantiles, la insania y el dolor. Se montan industrias de armas para abastecer las guerras y luego se montan guerras para abastecer las industrias de armas, ya se sabe. Se nos ofrecen nicotinas y alcoholes por los más sútiles vericuetos publicitarios y después se construyen hospitales para acoger la agonía de los envenenados. Se infectan las ciudades de una nube viscosa malva y plomo, una nube de contaminaciones flotantes, detritus persistentes y pringues volátiles diversos y, al mismo tiempo, venden a los ciudadanos chándales sintéticos y la ingenua idea de que pueden recuperar sus pulmones y sus vidas a fuerza de trotar asfaltos en la madrugada, aspirando afanosamente en cada tranco el denso y emponzoñado aire urbano. En nuestro país descarrilan trenes, se descuajaringan vagones y viajeros y los de la Renfe se gastan una millonada, no en arreglar las líneas, no en poner nuevas máquinas, sino en adquirir ingenios mecánicos, grúas gigantescas y extranjeras concebidas para limpiar con urgencia los rastros de los grandes siniestros ferroviarios. Y es que en esta sociedad no interesa subsanar el horror, sino que este horror sea civilizado, higiénico y neutro, que carezca de apellidos.Es la nuestra, pues, una sociedad enferma, pero esta aseveración ha sido tan oída que los de a pie ya la hemos olvidado. La que no olvida es la sociedad en sí, que se protege sin pausas y sin tregua contra los mutilados que ella misma crea, y así lanza leyes o impone trucos, esforzándose en que los cadáveres no bloqueen su trayectoria. En España, por ejemplo. En España cada día está más extendida la costumbre empresarial de hacer un chequeo médico a los futuros contratados. No es un chequeo paternal, no es la humanitaria preocupación del patrón artesanal por sus empleados: es que si se te descubre enfermo te quedas sin trabajo. Y si el chequeo no basta, se crean leyes propicias. Como el decreto ley del 4 de marzo de 1977, que regula la posibilidad de aplicar un expediente de crisis parcial a un solo trabajador o a un pequeño grupo, despidiendo con una semana de indemnización. Y entre las cuatro causas que permiten este tajante despido está la de que el empleado falte al trabajo más del 30% en un año, aunque sus faltas estén todas justificadas médicamente. Y así, poco a poco, van limando a los más débiles, van marginando a los de escasa resistencia, van echando más allá de las fronteras de la supervivencia a aquellos que no puedan mantener el ritmo febril de la superindustria. Como acaban de echar a Felisa Tomico, con veintidós años, de la oficina de importación en la que trabajaba. Claro que a Felisa le han contabilizado dentro de ese 30% de faltas un embarazo y un parto, le han contabilizado en contra las seis semanas previas y las ocho posparto que le correspondían por ley; quizá los empresarios que la despidieron consideren, no sin algo de razón, que traer un hijo a este mundo monstruoso es un afán enfermizo.

De modo que cada vez hay más personas deterioradas de cuerpo o de neuronas y la sociedad se defiende de sus debilitados hijos y utiliza sólo a los más sanos para seguir manteniendo el ritmo y nivel de la ponzoña. No lo olvides, pues; estáte atento; vigila esos dolores de cabeza, esos despertares sacudidos por toses nicotínicas, ese ansia maternal improcedente. Porque si permites que tu enfermedad social te venia o que un hijo te llene, serás arrojado al saco sin fondo de lo inútil.

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