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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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¿Sera posible?

Se rumorea con insistencia que en el Gobierno llamado a formarse después de la apertura de las Cortes recién elegidas, el ministro Martín Villa no lo será ya del Interior, sino que ocupará ese cargo que no es jefatura de un departamento ministerial propiamente dicho, sino algo administrativamente fantasmal e impalpable, pero políticamente preñado de contenido (y de un contenido sumamente denso), que es el cargo de «ministro de las Regiones». A la hora de negociarse los primeros -y más importantes- estatutos de autonomía en el seno de la comisión constitucional del Congreso, y de preparar las transferencias de servicios de la Administración central a las de las comunidades autónomas, este ministro va a desempeñar un papel cuya importancia salta: a la vista.Y se pregunta uno si Martín Villa es la persona adecuada para ocupar hoy ese puesto. Y con los elementos de juicio de que uno dispone (que no son todos los que teóricamente sería posible reunir, pero que son los mismos de que dispone el público en general), no tiene uno más remedio que contestar que no. Rotundamente, no.

Nadie puede poner seriamente en tela de juicio las dotes intelectuales del todavía ministro del Interior, ni -mucho menos- negarle aptitud para desempeñar satisfactoriamente el cargo de «ministro de las Regiones». Martín Villa ha tenido que hacer frente a muchas y grandes dificultades y veremos cómo, después de él, consigue lidiar el miura quien vaya -si es que va a ocupar el puesto que hoy ocupa. Es muy posible que, en su lugar, cualquier otro hubiera sufrido un descalabro aún más estrepitoso; pero la verdad es que, por ahora, el descalabrado ha sido él. Quizá algún día, más tarde o más temprano, seamos legión los que pidamos que se le atribuya un Ministerio importante, y hasta la misma Presidencia del Gobierno; pero esto es, de momento, mera especulación futurológica. Hoy por hoy, su imagen pública está gravemente deteriorada.

Sería poco serio encomendar una misión de tantísima responsabilidad e importancia a quien se encuentra, a ojos de todos, doblado bajo el peso de un pasado abrumador y, por añadidura, muy reciente, a lo largo del cual ha acumulado una enorme responsabilidad política al no lograr imponer ni la autoridad del Estado en el seno de la sociedad, ni Ia autoridad del Gobierno a quienes eran sus propios y más directos subordinados; confiar una labor a la que hace falta llevar el prestigio intacto, o poco menos, a un personaje gastado que ha ido dejando el suyo a girones en los obstáculos (reconozcámoslo: innumerables y tremendos) que le han salido al paso; un puesto, para el que se necesita alguien que inspire confianza y respeto, a un hombre que -quizá sin culpa propia, pero estoy hablando de responsabilidades políticas, no de responsabilidades penales- inspira desconfianza y antipatía precisamente a quienes están llamados a negociar y entenderse con él. Sobre todo cuando estos sentimientos desfavorables no pueden quedar compensados por la aureola de quien acaba de apuntarse éxito tras éxito en la vida pública, síno que se hallan agravados por la situación en que se encuentra el guardameta que más goles ha encajado.

La delicadísima etapa que ahora va a iniciarse, una de cuyas facetas primordiales va a ser la implantación y la consolidación de regímenes autonómicos en las que la Constitución llama «nacionalidades y regiones» de España, comenzaría muy mal si tan trascendental y espinosa materia fuera encomendada al ministro que, a lo largo de esos meses, ha concitado más animosidades y más quejas. Y si es cierto que, para algunos, los malos comienzos son de buen agüero, para la inmensa mayoría resulta preferible -y-con razón- que las cosas se orienten bien desde el principio.

Creo, pertenecer al sector mayoritario del pueblo vasco que, harto de horrores y de atropellos, de malentendidos y de conflictos, suspira por un acuerdo duradero, fruto del diálogo, de la comprensión y de la solidaridad, entre sus representantes y los de los demás pueblos españoles. Si ha de estar a la altura de su cometido, el futuro «ministro de las Regiones» habrá de desempeñar un papel de grandísima importancia en la elaboración de ese acuerdo. Pensar que semejante papel puede ser atribuido al hombre que no ha impedido ni la escalada pavorosa de los crímenes de ETA ni la sucesión consternante de fallos y deficiencias, de equivocaciones y torpezas, de desmanes y otros abusos graves -desde Rentería hasta Mondragón, desde la plaza de toros de Pamplona hasta el cuartel de Basauri- cometidos por quienes legalmente estaban a sus órdenes; al que no ha sabido reprimir acertadamente ni la una ni la otra, ni ha dado hasta la fecha, de la mayor parte de todo ello una explicación satisfactoria: pensar que puede ocurrir eso me produce escalofríos. Difícilmente podría encontrarse alguien que, en estos momentos, esté en peores condiciones que él para suscitar en sus interlocutores esa adhesión, ese respeto y esa confianza, a falta de los cuales, o no habrá acuerdo o éste será lamentablemente defectuoso, o se tardará demasiado en llegar a él.

La prudencia más elemental, así como la costumbre que en las democracias suele observarse, aconsejan descargar a Martín Villa de las altas responsabilidades ministeriales y dejarle que, a partir de una sombra discreta (que no tiene por qué ser un ostracismo), restaure pacientemente su averiada imagen, de modo que pueda llegar en el futuro hasta donde su capacidad y las circunstancias lo permitan, que quizá (y ojalá) sea muy alto y muy lejos. Entre tanto, ahórrese, por favor, al país la impresión desalentadora que le causaría la noticia de que el ministro del Interior cuya gestión de ese departamento ha sido la más desafortunada que se recuerda desde hace muchos años, es quien queda encargado de la difícil tarea de instituir y consolidar las autonomías regionales, que es casi tanto como decir: de estructurar la España de mañana.

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