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Heliópolis, bodas de oro para Benito Villamarín

El viejo y entrañable -blanco y verde, verde y blanco- Heliópolis no ha podido cumplir sus bodas de oro. El cincuenta aniversario de aquella fecha en la que Gaspar Rubio y Padrón le metieron cinco goles a Portugal ha sido para Benito Villamarín, nombre adquirido en la década de los cincuenta,que es cuando se inició el secuestro de lo popular futbolístico, en beneficio de los santones de la burguesía bienpensante. En los aniversar¡os ya no estarán Nervión, Chamartín, Mestalla, Buenavista o La Puentecilla. Ahora muchos campos de fútbol tienen nombre de señor con puro.

Antes, los campos de fútbol tenían nombre de barriada popular; antes, los campos de fútbol tenían una significación puramente topográfica, o así. Cuando el triunfalismo deportivo se implantó de una ma nera definitiva tomó cuerpo la cursilería de llamar estadios a los campos de fútbol y bautizar a estos con los nombres de sus presidentes. En algunas ciudades, pese a la construcción de nuevos recintos, se mantuvo la idea de colocar en los rótulos el nombre del emplazamiento, y así, Torrero, por ejemplo, se convirtió en La Romareda. En otros lugares, aunque se mantuvo el mismo emplazamiento, bastaron unas obras de remodelación para que la fachada contara con un luminoso dedicado al señor presidente.La relación de los campos de fútbol actuales es para los niños de los cromos un jeroglífico como el de los reyes godos. En Madrid se acepta fácilmente lo de Bernabéu y hasta lo de Calderón, pero a un niño de aquí se le funden los plomos cuando lee nombres como éstos: Sánchez Pizjuán, Benito Villamarín, Ramón de Carranza, Antonio Franco Navarro, Domecq, Carlos Tartiere, Luis Casanova, Hermanos Antuña, Ramón Sánchez Puerta, Luis Sitjar, Manuel Rivera, López Cortázar, Alfonso Morube, Alvarez Claro, Antonio de Amilibia, José Rico Pérez. De entrada, y para quitarse uno al chaval de encima, puede contestarle simplemente que son señores que ganaron la guerra. Pero como los niños de hoy no se contentan fácilmente, empiezan a discriminar entre la lista y te preguntan si el Domecq es también ganadero como Morube, si algunos de esos nombres es el de una sociedad anónima y, finalmente, si todos han pagado de su bolsillo el campo.

Que se sepa, ninguno de los titu lares de los actuales campos de fútbol ha puesto un millón encima de otro para llevar a cabo las obras. Alguno hubo que sí prestó avale para determinados créditos, e incluso se dio el caso de quien construyó a toda prisa un recinto porque el club estaba amenazado con el desahucio. Pero lo cierto es que en la mayoría de los casos el cambio de nombre no ha tenido otro objeto que el de complacer la vanidad personal.

La burguesía bienpensante de este país siempre había aspirado a que le dedicasen una calle en su pueblo, un museo parroquial o una residencia de ancianos; pero con esto del fútbol cambió la idea porque se dio cuenta de que es más rentable, para la posteridad, la machacona insistencia de las páginas deportivas. Por ejemplo, ni en los años más gloriosos de Cifesa sonó tanto el nombre de Luis Casanova. Acabada la posibilidad de seguir produciendo Locura de amor, de los hombres de Cifesa ha quedado para la posteridad el campo de Mestalla.

En Barcelona se quedaron con las ganas de dedicarie el Camp Nou a Juan Gamper. Cuando el Barca se fue de Las Corts todavía circulaban expedientes antimasónicos y no hubo nada que hacer. Fue una excepción. La oligarquía, pese a que no pudo con San Mamés, Atocha, Mendizorroza, Los Cármenes, La Rosaleda, El Molinón, El Sardinero, Balaídos, Riazor y La Condomina, sacó buena tajada.

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