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Crónica y testimonio sobre exiliados / 1

La amenaza de que iban a echar del país a los exiliados de los pueblos hermanos me pareció tan inverosímil que me quedé esperando a que todo quedase en mero palabrerío y agua de borrajas. O sea, que fuese algún disparatón sin pies ni cabeza -sobre. todo sin cabeza- de esos que puedan ocurrírsele a algún ministro, ora por incapacidad congénita, que alguno habrá, ora por el aturdimiento y vórtice, digámoslo también, que ahora sacude a todos los ministerios con todos sus ministros incluidos y que les obligan a echar por la calle del medio, aunque luego tengan que retroceder.Pero como veo que la cosa va en serio y que ya han echado a algunos, me siento movido -movilizado- a intervenir desde mi condición de escritor modesto, que suelen ser los más irritables las escasas veces que se atreven a tener razón. Para los de mayor cuantía intelectual -ideólogos, sociólogos y hasta teólogos-, la intervención puede originarse en el terreno de la teoría abstracta y vagamente humanista, en la intangible y siempre vulnerada juridicidad, en la camaradería de partido... y para mis compañeros periodistas, en las exigencias del oficio, honradamente ejercido. Para mí esto de los exiliados es un caso de conciencia y una obligaci6n testimonial.

Entresaco del tema tres países en los que viví casi medio siglo, de 1919 a 1966; es decir, toda la vida útil: Argentina, Uruguay, Chile, con aposentamiento mayor, aunque menos intenso quizá en la primera. Casi podría decir que en Argentina viví y en los otros estuve. Llegué a Buenos Aires con un millón de habitantes y lo dejé con siete. Cincuenta años -además- que para un europeo son periodismo, para aquellos pueblos significan un tercio de su historia nacional. Desembarqué en la primera presidencia de Irigoyen y me pasaron por delante otras ocho entre legales y asaltadas, que muchas veces duraron más. Desde emigrante de tercera y autodidacta implacable y minucioso, llegué a la cátedra universitaria y, desde ella, como profesor invitado, a las de Uruguay y Chile.

En las largas vacaciones en Montevideo, mis días más entrañables y «logrados», escribí casi toda mi poesía, cinco libros, en las dos lenguas que maltrato. Y allí también fue mi estreno en la novela: La catedral y el niño, ahora aquí reeditada, con sus casi cuatrocientas páginas para que la cantidad supliese a la calidad.

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En otro orden de cosas: desde pinche de empleado bancario pasé -veinte años por medio- a secretario de embajada y cónsul adjunto de la España en guerra, y de redactor de un semanario de la colonia -1926-, a colaborador de La Nación, el gran diario argentino, descubierto por Leopoldo Lugones. Entre 1933 y el 36 estuve en Madrid como su corresponsal viajero, donde me rehíce español como animal político, pues como ente sentimental viví siempre con el baúl del regreso bajo la cama.

De haber conocido y tratado a muchos hombres de la República me vino el cargo -más bien encargo- diplomático. He aquí un poco de la carta de Alvarez del Vayo, que firmaba con don Manuel Azaña el nombramiento, contestando a otra mía ofreciéndome: «Le honra a usted mucho su buena voluntad, pero yo no le veo como guerrero. Queda, pues, movilizado en esas trincheras de papel que nos va a hacer mucha falta.» (Y así fue. Puse toda la carne en el asador. Cuando terminó la guerra mi tensión arterial era esta: nueve de máxima, seis de mínima. Un guiñapo.) Mi placet fue muy cuestionado, pues el Gobierno era franquista y yo rojo «hasta las cachas», como nos enseña a decir elegantemente el señor López Rodó; mas, al fin salió el papel, pues « Argentina es: muy singularmente, un país de amigos» (conde de Keyserling, Meditaciones suramericanas)...

Pido disculpas al lector por este largo entremetimiento, tan excedido de «yos». Pero lo dicho no ha de imputarse a personal, y casi póstumo, lucimiento, ya que uno no practica el viejoverdismo mental ni moral. Lo que pasa es que a esta edad todo cuanto uno toca se le convierte en autobiografía, que es mucho menos intercambiable que el oro de Midas; que es la vida, gastada día a día y a la que uno vuelve y vuelve para no acabar de morir del todo. Lo dicho es para que resulte claro lo que se puede alcanzar en aquellos países -otros lo consiguieron con el dinero- sin que nadie le exija a uno la renuncia a su nacionalidad. Incluso la famosa ley de Residencia, fraguada principalmente para echar de allí a quienes se metían «en política», según el criterio político del juzgador, se aplicaba con parsimonia y siempre con grave alboroto del vecindario y de la prensa liberal. Una de sus tempranas víctimas fue Julio Camba, «repatriado» a los veinte años, por escribir en un periódico ácrata una sección titulada Carne cruda en defensa de las busconas callejeras. En las oficinas de documentación, siniestras en todo tiempo y lugar, no había una sección llamada Extranjeria, como había en otros lugares de América. Cuando tuve que obtener papeles estuve en las mismas colas y ante las mismas ventanillas abismales que los nativos, exclamando, al unísono con ellos y cada media hora de espera, esta frase del desahogo nacional: «La puta que los parió.»

En razón de lo dicho y de otras muchas cosas que no digo, a veces me acometen unos sofocones de nostalgia -la saudade al revés- que, con Videla o sin él, no cojo el avión porque no tengo dinero, limitación presumible en quienes se marcharon a América para hacer el indiano intelectual.

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