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Ser algo o ser alguien

Amargamente se quejaba Flaubert de que Víctor Hugo quisiera entrar en la Academia Francesa, y se preguntaba: «¿Por qué un hombre tan extraordinario quiere ser algo, cuando ya es alguien?». Más cerca de nosotros, Maurice Maréchal, autor de aquella maravilla de noticia periodística: «Stavinsky se suicidó de un tiro que le dispararon a quemarropa», era aún más intransigente -desde luego más ácrata- que Flaubert. Echó violentamente de su periódico, Le Canard Enchaïne, a un buen panfletista, Pierre Scize, porque le habían concedido la Legión de Honor. Cuando Scize protestó asegurando que no tenía culpa alguna, pues él no la había solicitado, la respuesta de Maréchal fue contundente: «Tu obligación era no haberla merecido.»Tenía razón Flaubert y también, desde su punto de vista, Maréchal. La obsesión de honores, títulos, medallas, cargos para no hacer nada, es propia de los mediocres. Existe en este deseo un provincianismo y una ingenuidad que, si no fueran ridículos, serían casi enternecedores. En realidad no es vanidad, como parece a primera vista, sino inseguridad. Necesitan superar sus complejos de inferioridad, su íntimo convencimiento de que no valen nada, y quieren aparentar ser algo. Pretenden que se les considere unos triunfadores. En el fondo, son muy modestos -y es bien cierto que las más de las veces reúnen poderosísimas razones para serlo-. Recuerdo, entre la náusea y la compasión, la visita que recibí de uno de esos politiquillos de tres al cuarto que sabiéndome amigo de un ministro de la Monarquía me pedía sin ambages un cargo, el que fuera, «sólo para ponérmelo en las tarjetas». Ya le han dado uno, y es de justicia añadir que algunos con menos méritos que él han agarrado otros empleos sustanciosamente más importantes.

Esta enfermedad del cargo por sí mismo, esta «carguitis» frívola o pretenciosa, no tiene nada que ver, en principio, con los trepadores, los aprovechados, los oportunistas, los ambiciosos. Con aquellos que miden el empleo político por el rendimiento económico que le pueden sacar, por sus posibilidades de enriquecimiento o por las oportunidades que proporciona para ir escalando políticamente. Cuentan de un joven gobernador civil franquista que alquiló un lujoso chalet en La Granja para invitar a los personajes influyentes del Gobierno que debían viajar desde Madrid para rendir pleitesía a Franco cada 18 de julio, enfundados en un caluroso chaqué y abrasados por el tórrido sol del estío castellano. «Viene usted a casa la noche antes o por la mañana del mismo día, nos refrescamos en la piscina, almorzamos a la sombra y se pone luego el chaqué para ir a la recepción del Generalísimo», les decía, uno a uno, a quienes podían ayudarle en sus ambiciosos proyectos futuros. Y, según he escuchado de viva voz, no perdía ocasión para adular a los invitados que caían en sus garras, preparándose así su irresistible ascensión.

No. No me refería a esos personajes ni tampoco a aquellos acaparadores que cobran por todas partes. Y pienso ahora, inevitablemente, en un catedrático que no da clases, diputado que no va a las Cortes, embajador de un lugar donde no existen embajadas, ex ministro con sustanciosa pensión por no hacer nada, lo cual, entre paréntesis, es mejor para el país. Y que me perdone, pues supongo que es, además, otras muchas cosas y con toda probabilidad su vanidad quedará herida por mi olvido.

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No. Yo hablaba de otras personas, en el fondo un poco entrañables, como aquel alcalde de una población catalana que me decía con una mezcla de cazurrería y senceridad: «Qué quiere usted que le diga, después de veinticinco años de ser alcalde con Franco me haría mucha ilusión seguir siéndolo con la democracia.» Y lo será, qué duda cabe. Setenta y siete parlamentarios actuales fueron ya procuradores con Franco y de ellos una gran mayoría -46- son de UCD.

¿Puede escribirse esto sin ser insultado o amenazado? Supongo que no. Cuando Fraga, con toda la razón, se ha quejado del escándalo que ha sido la retransmisión televisiva del congreso de UCD, ha sido verbalmente agredido por la secretaría de información de este partido, tan caracterizado por su coherencia. La réplica dice, entre otras cosas insolentes: «Ese señor que jamás puso tan importante medio de comunicación social más que al servicio de sí mismo, hasta el punto de ser calificado en el lenguaje popular de "ministro de información de sí mismo", en la época en que tuvo el control absoluto de la Radiotelevisión Española.»

Huyamos de escribir aquí, pues nos llevaría a un terreno resbaladizo, lo que dice el lenguaje popular de otras personas que ocupan hoy el poder. Recojamos tan sólo, tal y como ha recordado don Fernando Suárez, en un estupendo artículo publicado hace pocos días en estas mismas páginas, que entre los colaboradores de Fraga destacaban el subsecretario don Pío Cabanillas; don Adolfo Suárez, que en 1965 era director de programas de Televisión Española y en 1967 director de la primera cadena; y también los señores Rosón y Sancho Rof, hoy distinguidos políticos ucedistas. De este último escribe textualmente don Fernando Suárez que «fue siempre especialmente celoso en vigilar la "ortodoxia", y yo recuerdo muy bien aquella ocasión en que me obligó a suprimir un párrafo de un comentario mío, porque «en Televisión no se podía siquiera admitir la posibilidad de que el Caudillo se muriera algún día».

Pero se murió. Don Adolfo Suárez sí lo sabía. Estaba seguro de que, a pesar del señor Sancho Rof, Franco se moriría algún día, matado no por la oposición, sino por Parkinson. También de que él seguiría en la carrera mejorando posiciones: el vivo al bollo y el muerto al hoyo.

Es curioso. Llamamos a esto hacer una buena carrera. ¿Correrán muchos políticos, como los galgos tras la liebre, sin idea alguna, tan sólo para alcanzar el poder, aunque a la postre resulte ser ésta una liebre mecánica? Se me ocurre pensar en una de las mujeres más hermosas de París, Mary T., a la que Paul Getty convenció de que se divorciara de su marido y se fuera a vivir con él a su castillo de Sutton Place, en Inglaterra. Getty, que era, además del hombre más rico del mundo, un monstruo de avaricia, le hacía pagar los whiskys que bebía y llegó incluso a instalar un teléfono con fichas para obligarle a abonar sus llamadas. La vida tiene, muchas veces, extrañas y amargas ironías, incluso para los frenéticos ambiciosos de poder y de dinero.

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