El PSOE y el marxismo
LAS DECLARACIONES de Felipe González sobre su propósito de sugerir al próximo congreso del PSOE el abandono del término «marxismo» ofrecen claras analogías, pero también notables diferencias, con la iniciativa tomada hace algunos meses por Santiago Carrillo para que el PCE abandonara el término «leninismo».En ambos casos, han sido los líderes de esas organizaciones, que son algo más que el primer secretario o el secretario general de las mismas, quienes, tras consultar con la almohada y sin previo debate en los comités responsables, teóricamente, de la fijación de su línea política, han hecho públicas tan sensacionales e inesperadas propuestas. La simetría de los dos acontecimientos no es casual. La tendencia de los grandes partidos a concentrar el poder en las personas que los encabezan, como símbolos de la identidad colectiva y como árbitros de las tendencias de todo signo, les confiere una autoridad muy superior a las que les reconocen las letras de los estatutos.
Tanto el señor González como el señor Carrillo se han enfrentado con el dilema de dar satisfacción a sus militantes o de ampliar su electorado. Sin duda, ambos líderes han sido conscientes de que la sugerencia de abandonar símbolos terininológicos, tan cargados de imágenes y con gran capacidad integradora, daría lugar a una profunda conmoción y a rechazos airados en el seno de sus organizaciones. Pero también saben que esa renuncia es la condición sine qua non para su crecimiento electoral, lo cual, si se aceptan las premisas del socialismo democrático, es la tarea prioritaria a la que han de consagrar sus esfuerzos. En el caso del PSOE, el señor González prefiere sin duda arrostrar las iras de una parte de sus 200.000 militantes antes de perder la oportunidad de incorporar nuevos votos a los más de cinco millones de sufragios -la mayoría de los cuales, presumiblem ente, no significaban adhesión alguna al marxismo- obtenidos en junio de 1977.
Ahora bien, las diferencias entre las motivaciones y los objetivos del señor González y del señor Carrillo son tan notables como las analogías. Así¡ el PCE es un partido cuyo grupo dirigente ha sido formado sin solución de continuidad desde la guerra, que dispone de cientos de cuadros seleccionados con su inquebrantable e incondicional adhesión a quienes les designaron por cooptación, que conserva los reflejos unitarios y defensivos formados en la época de la III Internacional para defender decisiones tan difícilmente justificables como los procesos de Moscú, en 1936, o la alianza entre Stalin y Hitler, en 1939, y que puede dar pronunciados virajes sin peligro de descarrilamiento. El PSOE, por el contrario, es un partido reencarnado en 1972, con una dirección joven, con una militancia más irrespetuosa, menos fideísta y no encuadrada por el sólido aparato del que disponen los comunistas. El abandono del leninismo le creó al señor Carrillo, con todo, serios quebraderos de cabeza. Pero las furibundas reacciones producidas en las bases del PSOE ante las declaraciones de Barcelona, aparte de que hablen en favor del grado de libertad existente en el seno de ese partido, son el anuncio de que las jaquecas del señor González van a ser mucho más intensas y duraderas. Cuando el señor Carrillo hizo pública su sugerencia en Nueva York, nadie dudó de que la «desleninización» era cosa hecha; no es tan seguro, sin embargo, apostar ahora a favor de que el XVIII Congreso del PSOE dará la razón al señor González.
Por contra, y esta es la segunda diferencia, los rendimientos electorales a obtener por el PSOE con su revolución terminológica podrían ser mayores de los que el PCE va a cosechar con su golpe de Estado verbal paralelo. El único riesgo que corren los socialistas es, sin duda, perder hacia la izquierda, en favor del PCE o de los partidos marxista-leninistas, parte de los votos que ganen hacia la derecha, pero es previsible que sean siempre mayores las ganancias.
Queda, finalmente, una consideración ideológica. La propuesta de Felipe González significa apartar al socialísmo como proyecto político de su dependencia única de las hipótesis y teorías de la corriente marxista. Lo cual implica dos órdenes distintos de problemas: uno relacionado con el hecho mismo ae esa dependencia monopolista del socialismo respecto del marxismo, y otro con la definición misma de este último término.
Aunque no falten los audaces, como el señor Castellanos, que equiparen al marxismo con la ley de la gravedad y la física nuclear, es altamente dudoso que los escritos de Marx y sus discípulos hayan producido una teoría unívoca del mundo. No sólo esa obra padece interpretaciones teóricas múltiplemente escolásticas, sino que prácticas históricas de orientación muy diferente -desde el bizarro Kim Il Sung hasta el civilizado Dubcek, pasando por el omnipotente Ceaucescu- invocan ese nombre. Tal vez por esa razón Marx. bromeó en una ocasión y dijo que no era marxista. El invento a la moda de reunir precipitada y embarulladamente en un cajón las hipótesis y teorías de Marx para rebautizarlas como «niétodo marxista» es la última trinchera de los que no quieren renunciar a presumir de que poseen una regla de cálculo para hacer política o una bola de cristal para prever el futuro.
Si la propuesta de Felipe González significa que las concepciones marxistas no deben ser el suministro teórico exclusivo del proyecto político socialista, y que los programas para la transformación de la economía y la sociedad española no son conclusiones deducidas de un arquetipo platónico inscrito en las páginas de El Capital, estamos, evidentemente, ante una obviedad. No en vano el propio Marx, que siempre mostró una intolerancia especial hacia los semicultos y hacia los parlanchines radicales, escribió en una ocasión que se negaba a escribir recetas de cocina para los figones del porvenir. Algunos, sin embargo, se están comiendo los platos.
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