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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las autonomías

LOS INCIDENTES del sábado en Pamplona, las manifestaciones populares del domingo en Andalucía, en Galicia (de los andaluces en Barcelona, también), los sangrientos sucesos de Málaga, la formación del Gobierno de la Generalitat, obligan a plantearse uno de los más graves problemas que afronta el Estado español: el de la autonomia de sus nacionalidades o regiones. Como un iceberg, el sentimiento autonomista crece, avanza, toma fuerza con sus tres cuartas partes de ignorancia, incomprensión o pasividad gubernamental sumergidas bajo el agua. No es la crisis económica, ni la desesperación de los empresarios (particularmente de los no monopolistas), ni la languidez del mercado del dinero, ni el paro por cima de los niveles occidentales de tolerancia social, ni los pactos de la Moncloa, ni otras cuestiones del horizonte político-social de esta nación, las que pueden dividir a los españoles y descuadernar a su Estado con mayor eficacia y encono que el problema de las autonomías. Hete aquí un problema que plantea, ni más ni menos, que el cabal entendimiento de lo que es este pueblo; un problema claramente manipulado por el integrismo que añora el magisterio de costumbres del régimen anterior y que a lo que parece, el poder no otorga ni sinceridad ni programas definidos, ni procura para los españoles un sensato entendimiento de lo que significan las autonomías.

El más elemental de los observadores, si recorre las regiones, advertirá ese germen autonómico que florece entre las ansias de libertad política largamente reprimidas y los más sólidos y detallados razonamientos sobre la lengua, la historia, las tradiciones seculares de las gentes, los factores económicos y, esencialmente, el rechazo de un centralismo burocrático, radicado en Madrid, que ha alcanzado niveles insospechados por Felipe II. Para qué nos vamos a engañar; tal como estaban las cosas -y aún lo están- si se para Madrid se para España entera.

Grave es el problema y muy poco se ha hecho para arrojar alguna luz sobre él. Se echa en falta un debate ordenado sobre esta cuestión y sigue siendo confusa la política autonomista que pretende seguir el Gobierno. Creemos que la muerte del domingo en Málaga obliga como poco a abordar por fin, públicamente y con responsabilidad, el asunto.

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España es algo más serio que una unidad administrativa. España es una encrucijada de razas, culturas, economías diferenciadas (unas rentables y otras protegidas, por los aranceles), caracteres, al tiempo, contradictorios y sumables. Son muchos los factores que configuran este país, y todo lo que contribuya a darle una imagen unitaria de retrato-robot será deformación de su realidad.

Ahora mismo, después del restablecimiento de la Generalitat para Cataluña, otras dos nacionalidades reclaman el autogobierno de sus ámbitos: Euskadi y Galicia. Ambas lo hacen desde bases de partida muy diferentes y que conviene analizar, aun cuando sea en forma somera. Euskadi parte de una autonomía que tiene antecedentes históricos (como la de Cataluña), integra a un pueblo con una lengua y unas costumbres propias y que son acervo cultural de todas las Españas. Empero, el pueblo vasco, sus representantes políticos en el Parlamento, deben encararse con los límites de su identidad autonómica y geográfica. Este periódico publica hoy mismo una encuesta sobre la opinión de Navarra respecto a su constitución como región autónoma o como parte del País Vasco. Una mayoría simple se inclina por la autonomía navarra y una minoría que puede capitalizar ese 10% de indecisos bien pudiera inclinar la balanza hacia la inserción de Navarra en Euskadi. No es precisamente baladí el que los navarros se escindan por gala en dos -y menos bajo la perspectiva de la más reciente historia- sobre si desean ser navarros o euskaldunas. Parece nítida la urgencia de un referéndum en Navarra, en condiciones de sosiego político, sobre la opción autonomista de sus habitantes.

Galicia tenía su estatuto autonómico ultimado y al borde de las Cortes republicanas el mismo día del estallido de la guerra civil. Su autonomía, en suma, no es creación artificial, y, a más, viene amparada por un idioma y una Cultura de las que integran la Península. Que nadie pierda de vista el carácter popular del autonomismo galaico, que avanza pausada, pero severamente.

Regresando a la órbita del idioma catalán y sus dialectos, ahí están el País Valenciano y el autonomismo balear, que, a su vez, busca escisiones entre las islas mayores y las Pitiusas. Canarias, en un ámbito geográfico africano, en importante lejanía física de la Península, planteará en breve, plazo sus necesidades -acaso las más urgentes- autonómicas. Andalucía accede ahora sin folklorismos y con seriedad a otras proposiciones de autonomía, muy distintas a las anteriormente enunciadas. Esta puede ser, en suma, una historia de sarta de cerezas; cuando una vez se saca una del cesto, las demás aparecen entrelazadas. Es lógico y nada tiene de alarmante si se acentúan esas seriedades y rigores históricos de que hablábamos.

Nada grave ocurrirá para este país, que es aventura de todos, si se cumplen y se meditan algunos aspectos elementales. No son los menores los siguientes:

- Que las autonomías comportan serios problemas económicos. Se pagan en desarmes arancelarios, en haciendas autonómicas que pueden ser precarias, en gastos ahora estatales que pueden revertir negativamente en las regiones más emancipadas. Económicamente la autonomía no es siempre sinónimo de erradicación de pobrezas, emigraciones ni ilusorias autarquías.

- Que la autonomía de las regiones o de las nacionalidades del Estado español tienen diversa gradación. No sería asunto impolítico, sino pecado de ignorancia, hacer tabla rasa con todas ellas. Ello podría llevamos al absurdo de equiparar los derechos de la Generalitat con los del cantón cartagenero de Gálvez, el «gobiernin» asturiano de la guerra civil con los problemas de Canarias, la complicada trama de Euskadi con Galicia. Por ese camino no conseguiremos nada, aunque alcanzaremos los niveles del inteligente absurdo de los ácratas zamoranos que Piden para su ciudad y su comarca «autonomía y puerto de mar».

- Que el declive inconsciente o no hacia un Estado federal es -salvo excepciones- históricamente rechazable, aunque las posiciones federalistas sean del todo respetables. Los Estados secularmente unitarios no se federalizan en un trasunto desde la autocracia a la democracia, más que para abocar en regresiones autoritarias.

Y, finalmente, debe ser el Parlamento con su nueva Constitución en la mano quien arbitre la gradación y el derecho de las autonomías.

La solución perentoria de temas como el catalán y el vasco, sobre la base de unos derechos históricos que arrasó la guerra civil, no debe ocultar la necesidad de que sean las Cortes, y sólo las Cortes, quienes configuren el futuro y moderno Estado español.

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