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Tribuna:Los ojos de Maragall / 3
Tribuna
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Las instalaciones lingüísticas

El poeta Joan Maragall es anterior y superior al prosista Juan Maragall. (Firmaba «Joan» sus cartas catalanas, «Juan» sus escritos, privados o públicos, en castellano, del mismo modo que en catalán llamaba a su gran amigo «don Miguel de Unamuno», y nunca se le hubiera ocurrido la cursilería de escribir «Catalunya» en un texto castellano, ni «España» en una página catalana).Desde los dieciocho años escribe Maragall poemas catalanes; hasta 1892, cuando tenía treinta y dos, no empieza a escribir artículos en español para el Diario de Barcelona. Su primera instalación lingüística, incluso literaria, es sin duda en catalán, y desde ella hay que entender toda su obra.

Pero hay que preguntarse qué era el catalán entre 1878 y 1911, cuando Maragall escribe. No puedo hablar de. ello con suficiente conocimiento de causa, y temo que ni siquiera los catalanes tengan suficiente claridad sobre ello. En rigor, no voy a hacer más que sugerirles algunas cuestiones, con la esperanza de que los sabedores de esa lengua y de su historia puedan contestarlas y con ello, acaso, contribuir a la perfección de esa lengua y a la normalidad de su uso.

En un artículo de 1902, «Por el alma de Cataluña», dice Maragall: «El espíritu catalán tiene un vicio que lo afea mucho, y es la propensión a la parodia». Está pensando sobre todo en las gatadas o singlots que hicieron reir a los barceloneses a mediados del siglo pasado, sobre todo las de Serafí Pitarra (Frederic Soler) escritas -como siempre advierte en sus portadas- «en catalá del qu'ara's parla». Pero Maragall, casi siempre justo, añade:

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«No se trata ahora de mortificar la conciencia o la memoria de aquellos cuyo ingenio brotó en plena menestralería barcelonesa y en época en que el renacimiento catalán, en la ciudad, sólo se sentía bien vivo en las bajas regiones donde nuestra lengua quedara relegada por cuatro o cinco siglos de olvido literario casi absoluto (y lo que no fue olvido fue algo peor, como el vallfogonismo); aquellos ingenios, al fin y al cabo, siguieron el impulso tan inconsciente como natural del medio en que brotaron; y si al popularizar el renacimiento literario (lo cual fue mérito suyo) dejaron en él la grosera levadura que llevaban (viciándolo lamentablemente), fue porque no sabían lo que se hacían: no veían seguramente a dónde el renacimiento iba; no tuvieron conciencia de su misión; y ya cabe sólo agradecerles el bien que hicieron, perdonarles el mal, y, sobre todo, reparar su desacierto».

En la «Crida» que anunciaba la edición de todos los Singlots poétichs de don Serafí Pitarra, en 1885, «y escrit tot en catalá», se explicaba:

«Lo catalá... s'ha de dí perque aquí no's tracta ab monas; no es literari ni fi, sino 'l catalá qu' aquí parlém totas las personas».

No era esto, ciertamente, lo que buscaba el exquisito poeta Maragall. Pero ¿a dónde iba para él el esperado renacimiento? Ni el doctor Vicent García, rector de Vallfogona, que gozó del favor de Felipe IV, ni Serafí Pitarra, pero acaso tampoco se hubiera sentido cómodo Maragall en 1976.

Maragall tenía una concepción dialectal de la lengua, de toda lengua. En el prólogo a Extremeñas, de Gabriel y Galán (1905) se expresa claramente: «Todo el libro es así, vivo; todo él escrito, en ese lenguaje desarrapado, es decir, vivo: escrito en dialecto, como la Iliada y la Divina Comedia; porque no son las lenguas las que hacen las obras, sino las obras las que hacen las lenguas. Y la poesía grande, la viva, la única, gusta mucho de brotar en dialectos; y te diré por qué».

« Dialecto -continúa Maragall-, según el clásico sentir, es la corrupción de una lengua; pero, si bien lo piensas, es la constante germinación de las lenguas en boca del pueblo, que es, como si dijéramos, la madre tierra de las palabras: todas salen de ella y todas vuelven a ella; allí nacen, allí mueren, allí se transforman, se modulan, se combinan y renacen, y se mueven, en fin, en toda la libertad de su naturaleza. El pueblo siempre habla en dialecto, es decir en libertad, en perpetuo movimiento; y cuando una lengua quiere definirse en una fijeza de perfección y desecha la compenetración con sus dialectos, con el pueblo, aquella lengua muere momificada en su perfección».

Esta visión resulta aún más clara en un artículo de 1902, «Las lenguas francas». Maragall, en el sur de Francia, encuentra «nuestra misma expresión catalana del lado de acá de la cordillera, con variantes múltiples y encantadoras». Pregunta a una niña: «¿Cómo llamas tú a las estrellas?» Lis esteles -contestó con su vocecilla de hada en el infinito silencio- ¡Lis esteles! Alzamos los ojos al cielo y las estrellas nos parecieron brillar con nueva luz del inmortal misterio. Y en seguida recordamos la canción de la Magalí provenzal (que en dialecto bearnés dirían Margalide, y nosotros Margarida): «Ei plen d'estello aperamount»; y la dulce libertad del verbo pirenáico nos penetró deliciosamente; y nos sentimos profundamente alegres de que nuestra lengua fuera una lengua libre y franca, sin gramáticas ni academias que la encierren, sino abierta a toda expresión espontánea en cada lugar, hasta de cada individuo y hasta de la pasión de cada momento».

«Libre y franca», dice Maragall que es la lengua catalana. ¿Lo es hoy? No sé, no sé; no me gusta hablar de lo que no conozco bien; pero a veces he sentido en escritores catalanes extraña falta de comodidad, de holgura, como si anduvieran con cuidado de no pisar las rayas. ¿Qué hubiera pensado Maragall? Espontaneidad, libertad, espíritu creador: esto es lo que buscaba. No se sentía «cautivo de un diccionario». Y agregaba: «Mi gramática está en mi humor, en mi pasión, en el verbo libre de los genios que sean hermanos míos en expresión».

Por eso Maragall veía la significación de Verdaguer. Al hablar de los Jochs Floirals, primer símbolo del catalanisinio, dice: «Allí se encontraron todos los visionarios de la historia de la filosofía, de la política, del folk-lore: deslumbrados por su visión, a tientas se encontraron buscando el verbo catalán y se dieron las manos. Venían unos del país de los trovadores y cronistas hundido en los siglos, y balbuceaban un dulce hablar arcaico que nadie entendía; venían otros de modernos arrabales con un lenguaje grosero, pero muy vivo y pintoresco; Otros llegaban de las aulas y academias esforzándose en dar al naciente lenguaje literario acento propio a culturas ya formadas, y hablaban un catalán acastellanado o con ecos literarios y franceses; otros, en fin, los menos por de pronto, los mejores siempre, traían en los labios algo de la música viva, pura, del catalán campestre, hablando como en los siglos y habiéndose movido con ellos sin mancha ni ruptura. «En esta situación apareció un día L'Atlántida. L'Atlántida es, ante todo, el monumento del verbo catalán moderno: en él se encuentran todavía las señales del caos de que procede: hay en él arcaísmo, hay influencias meramente clásicas, su lenguaje no es todo oro puro, pero tiene unidad popular, tiene la lengua de la momaña catalana expansionada e inundadora de poesía en que todo lo demás queda resuelto y confundido. El poeta catalán descendlió de la montaña a la ciudad cantiando su poema, y nuestra lengua volvió a existir viva y completa, popular y literaria en una pieza». «Todo él -dice Maragall de Jacinto Verdaguer- está en nuestra nueva lengua catalana: fue el poeta creador de ella: fue el poeta, el Dante catalán». «Así escribía con ocasión de la muerte de Verdaguer, en 1902; había nacido en 1845, dos años después de Galdós, en su rnisma generación, la anterior a la de Maragall; la de Verdaguer era la de Bécquer y Rosalía de Castro.

Pero no se olvide que he hablado de instalación. La lengua es una de las más radicales de la vida humana; en ella «se está», desde ella se interpreta la realidad y se proyecta la vida. Por eso la lengua es -tiene que ser- libertad.

Hacia el final de su vida, hablando de un catalán que escribía en castellano, Pi i Molist, dice Maragall algunas cosas extremadamente finas. Le reprocha «un enamorament especial de la llengua de Cervantes». Y explica: «Un enamorament tan gran envers una llengua, no es comprén sinó en un estranger en ella. Es clar que tot literat sent amor a la llengua en la qual escriu; pero, quan aquesta llengua es la própia, en l'amor que se li té hi ha aquella confianga, aquell abandonament, aquella llibertat i fins de vegades aquella impertinéncia carinyosa que el fill aviciat sol usar amb la mare; mentres que un amor com el que en Pi i Molist sentia per la llengua castellana més aviat s'assembla al que se sent per una dona forastera: hi ha en tal amor una mena de susceptibilitat, com una por d'ofendre, i un excessiu delitar-se en la contemplació de les seves belleses com no considerant-les cosa propia i de casa, sinó cosa exquisida, cosa d'altri que un esté per molt ditxós de que li siga permés fruir, i ho far amb certa ostentació i al mateix temps amb cert encogiment de sobrevingut».

Si yo fuera catalán, y sobre todo escritor catalán, leería con suma atención y un poco de temor las líneas que acabo de copiar. ¿Se escribe en catalán con abandono, libertad y hasta impertinencia? ¿Se está realmente «en casa», condición para escribir creadoramente, y para que se pueda hablar espontánea y libremente, sin remordimiento de conciencia y temor a la heterodoxia? Y ¿no habrá que preguntarse por la segunda mitad de la obra de Maragall?

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