Fiesta y funeral en el Calderón
A veces los funerales coinciden mal, y caen en mitad de una fiesta, o al revés. En unos carnavales a mí me tocó dar un pésame en un tanatorio de Verín (Ourense) en el que había gente disfrazada de Son Goku, de oficial del Tercer Reich, de Catwoman, incluso de José Luis Baltar. Me vino esta escena a la cabeza al ver que el Atlético festeja estos días el cincuenta aniversario del Vicente Calderón con cierta alegría, sólo unos meses antes de su funeral, pues la próxima temporada el equipo se mudará a otro estadio. Bajo ese horizonte, la celebración del cincuentenario produce una extraña felicidad, muy parecida a la tristeza. No sabe uno qué canción ponerse a tararear. Casi se siente violento dando saltos de alegría porque la historia del club atesora jornadas maravillosas en un Calderón que dentro de nada ya no existirá. En cierto sentido, es como si estuviese soplando matasuegras y bailando sobre la tumba de un ser querido. Lo cual, dicho de paso, no me parece mal.
La vida es una sucesión de mudanzas, y estas, una modalidad de terremoto. Ante ellas es natural albergar alguna clase de temor insuperable. Después de cincuenta años, los socios están demasiado acostumbrados a las ventajas y las desventajas del Calderón. En ese tiempo, hasta las incomodidades se han vuelto cómodas. Se les toma cariño. No se renuncia a un malestar así como así. Pensemos que en algunas casas hay lío porque simplemente se mueve un sofá de sitio, imaginen irse a otra vivienda, aunque sea más grande, luminosa y cómoda. “Pero si estamos horriblemente aquí, para qué cambiar”, lamentará algún socio. Los cambios a mejor también producen pereza, como en aquel sketch de Martes y Trece en el que se ve a una mujer en el supermercado, comprando detergente Gabriel. De pronto, un señor con aspecto de contable le ofrece, a cambio del suyo, tres paquetes de Gabriel. Es un chollo, pero ella rechaza la oferta. “Gabriel es mi preferido”, dice. Le gusta cómo deja de reluciente la ropa. “¡Pero yo le ofrezco cuatro paquetes de Gabriel por su paquete de Gabriel!”. No hay trato, ni que le ofrezca cuatro mil paquetes. Ella está contenta con su Gabriel. “No tengo necesidad de cambiar, así que haga usted el favor de no tocarme los huevos”, acaba por decirle.
Ahora la mudanza aparece aún muy lejana. Resta una temporada casi entera para ese día. Ese futuro no se distingue a simple vista en el horizonte. Por si fuera poco, el nuevo estadio ni siquiera tiene nombre. Hay en él algo de fantasma. Pero apenas se celebre el primer partido, los recuerdos del Calderón se irán dispersando. Antes del derribo quizá nazcan hierbajos en la fachada. Cuando caiga, el hueco revivirá la pena brevemente. En el momento que un gran negocio ocupe el espacio, habrán pasado ya algunos años, y los aficionados estarán acostumbrados a llamar el nuevo campo por su nombre. No quedará nada del Calderón. Salvo la nostalgia, por supuesto, que no cabe en cajas y nunca se muda.
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