La explotación de Nadia
La estafa daña gravemente la credibilidad del periodismo. Ha demostrado que hay muchos medios que no verifican las historias que publican
No hay duda de que Fernando Blanco, el padre de Nadia Nerea, tiene grandes dotes como actor. Solo así se explica que haya sido capaz de mantener lo que ahora sabemos que ha sido una larga trayectoria de engaños y estafas. Pero por mucha que sea su capacidad de embaucar, lo que pone al descubierto lo sucedido en el caso de Nadia Nerea no es el descaro de unos padres dispuestos a vivir y sacar rédito de la desgracia de su hija, aquejada de una enfermedad rara, sino la falta de rigor y la ausencia de controles de calidad en los medios de comunicación que con sus informaciones y reportajes han actuado como colaboradores necesarios del engaño.
Ha sido un desastre en cadena que demuestra dos graves problemas de nuestro tiempo: la creciente debilidad del periodismo y la credulidad de una sociedad que, cuando le tocan la fibra sensible, baja la guardia y se deja arrastrar por historias que explotan la vena emocional. Solo así se explica que cuatro días después de que apareciera el reportaje sobre el caso en el diario El Mundo, la familia había recaudado ya más 130.000 euros gracias al eco que había tenido en televisiones y radios. Hasta que EL PAÍS publicó que no existían los tratamientos para los que se pedía dinero.
Lo más sorprendente es que Fernando Blanco y Marga Garau llevan desde 2008 explotando la enfermedad de su hija, y en ese tiempo han recaudado, según la investigación policial, más de 900.000 euros que difícilmente hubieran conseguido sin unos medios de comunicación dispuestos a explotar la historia de Nadia para engrosar su audiencia.
Ni los periodistas que les entrevistaron o escribieron sobre el caso, ni la gente que en este tiempo les ha ayudado, hicieron las comprobaciones que hubieran desenmascarado las muchas incoherencias y falsedades que los padres explicaban. Creyeron la historia a pesar de que el relato contenía fabulaciones delirantes, como que se habían entrevistado con un científico en una cueva de Afganistán, bajo las bombas, o que necesitaban mucho dinero porque investigadores que iban a salvar a su hija trabajaban para compañías médicas privadas, y aunque ellos no iban a cobrarles nada, tenían que pagar a las empresas para que les dejaran hacerlo. Nunca dieron nombres ni detalles. Si las veces anteriores les había funcionado, ¿por qué no una más? Esta vez pedían dinero para un tratamiento genético que se iba a hacer “con tres pequeñas punciones en la nuca”.
Lo ocurrido pone en evidencia muchas cosas, ninguna buena. En primer lugar, que hay diarios que se dicen serios que publican historias sin comprobar si son o no ciertas. Lo que implica un grave fallo no solo de quien la escribe, sino de la jerarquía que ha de velar por la veracidad de las informaciones. Un mínimo conocimiento sobre medicina y sobre cómo opera la ciencia hubiera debido encender las alarmas e impedir que se publicara. Pero era una historia emocionalmente impactante. Y eso facilitó que las televisiones se lanzaran también a su explotación. Lo cual demuestra hasta qué punto muchos de los programas que mezclan información y entretenimiento se nutren de forma acrítica de lo que publica la prensa, dándolo por bueno y sin hacer sus propias comprobaciones. A esta cadena contribuyen ahora también las redes sociales. Ya sabemos que muchos usuarios de Twitter, Facebook y otras plataformas comparten a veces contenidos que ni siquiera han leído. Cuelgan y reproducen lo que creen que puede agradar a sus amigos y seguidores.
Muchos compartieron la historia de forma consciente y bienintencionada, lo que nos ilustra sobre la necesidad de aumentar la cultura científica de la población. No es la primera vez que familias de afectados por una enfermedad rara piden ayuda para reforzar una investigación en curso. El caso de Nadia va a hacer mucho daño a iniciativas que son rigurosas y legítimas. En todo caso, para dar credibilidad a un proyecto de este tipo, ha de haber un equipo científico que lo avale. Y si es de una institución pública, mucho mejor. Sin ese aval, cualquier historia que llegue ha de ser puesta en cuarentena porque es muy probable que se trate de una estafa o de una campaña de curanderismo que no merecen ningún apoyo.
El caso de Nadia Nerea ha puesto de nuevo en cuestión la función del periodismo como intermediario fiable y ha contribuido a minar la ya exigua credibilidad de los medios. No importa que hayan sido otros medios los que han destapado el engaño. Las víctimas nos culpan a todos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.