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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una isla de decencia

Somos vanidosos por los defectos de nuestros políticos: presumimos de que nosotros, los españoles, no somos como ellos; ¿somos perfectos en nuestra profesión o en las obligaciones con el Estado?

Francesc de Carreras

John Carlin publicó el pasado lunes en EL PAÍS un artículo que yo hubiera deseado escribir. Quizás su título, España: isla de decencia y sensatez, pecaba de exceso de optimismo, a veces hay que provocar para que te lean. Pero hago mío su contenido, tanto la letra como, sobre todo, el espíritu. Es decir, también pienso que España no funciona tan mal como decimos los españoles, cada día, a todas horas. Y sólo hay que asomarse afuera para darnos cuenta.

 Carlin es un periodista medio inglés, medio español, de muy largo recorrido, colaborador de los más conocidos periódicos anglosajones, desde The New York Times al Financial Times, y especialmente el The Independent de los buenos tiempos, pasando por muchos más, y desde hace años también de EL PAÍS. Ahora pueden leerlo cada lunes, firma la serie El factor humano en recuerdo —Graham Greene aparte— de su famoso reportaje novelado del mismo título sobre Nelson Mandela y su habilidad para aprovechar el deporte como elemento de reconciliación nacional en Sudáfrica, tras el fin de la segregación racial. Carlin es un ciudadano cosmopolita, el mundo es su hábitat natural, se nota en sus escritos: suele razonar comparando países, sociedades, pueblos y personas. Nada humano le es ajeno.

En su artículo empieza provocando con punzante ironía: “¿Quiénes se creen los españoles? Tan vanidosos ellos, jactándose de lo malos que son sus políticos, creyéndose los dueños de la mediocridad. ¿No se dan cuenta que en el deporte del populismo barato, la irresponsabilidad y la estupidez, sencillamente no compiten a nivel internacional? ¿Qué los viejos complejos respecto no sólo a Estados Unidos e Inglaterra sino al resto de Europa ya no tienen razón de ser?”.

¿Somos vanidosos por los defectos de nuestros políticos? Pues sí, sinceramente, así lo creo. Y somos vanidosos porque presumimos de que nosotros, los españoles, no somos como ellos, como los políticos. Quizás porque no nos miramos a nosotros mismos, no nos ponemos frente al espejo: ¿somos unos ciudadanos perfectos, en nuestra profesión, en nuestras obligaciones con el Estado, en nuestra moral pública? Seamos sinceros al responder.

Hace unos años cené con unos viejos amigos de juventud. Me convocaron para hablar de política pensando que yo entendía más que ellos y podía aclararles ciertas ideas. Durante la cena el tema recurrente fue la corrupción política, el límite al que se había llegado, lo intolerable de la situación. Salieron, naturalmente, los casos Palau, Gurtel, Eres, etc. El resumen de la cena: los políticos son todos unos corruptos, es un desastre nacional, así de simple. Pagamos a escote, encima de la mesa quedó la factura y la propina. Al levantarnos, uno dijo con toda naturalidad: “¿Nadie aprovecha esta factura?”. Inmediatamente otro se la llevó al bolsillo. En la acera, frente al restaurante, justo antes de despedirnos, les dije: “¿Hemos estado trabajando como para justificar que esta factura la desgravéis de los impuestos?”. “Vamos, ¡esto no es nada comparado con lo que roban los políticos!”, me respondieron, vanidosos, moralmente superiores. ¿Era como decirme, por favor, no nos compares con estos indeseables, con estos inútiles y corruptos?

Carlin replica a sus amigos españoles que desprecian a nuestros políticos, haciendo una sencilla comparación con la brutal demagogia y las constantes mentiras de la campaña de Trump y de los partidarios del Brexit, con los partidos populistas de Francia, Alemania, Gran Bretaña, Austria, Holanda, Dinamarca… Aquí, en España, no hay nada de eso, sostiene Carlin. Iglesias es “el colmo de la sensatez, la mesura, el pragmatismo y la racionalidad” comparado con todos esos populistas extranjeros, y Rajoy “no es populista, es el antidemagogo, hace poco y no dice nada, la izquierda española lo detesta pero no es un Trump o un Farage o un Marie Le Pen…”. Quizás exagera un poco, sobre todo cuando escribe que “a diferencia de los que vemos en el mundo rico occidental, nada de eso hay en España, una isla de decencia rodeada de un mar de mezquindad”.

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En estos días en que nuestros políticos están demostrando que no tienen ni idea del arte de pactar, clave en la política parlamentaria, es difícil defenderlos. Pero pensemos en el artículo de Carlin, creo que está cargado de razones. Los españoles estamos sumidos en un exceso de pesimismo, no todo está bien, pero tampoco todo, ni mucho menos, va tan mal.

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