El gamberro más peligroso
Con una microdosis de interés político y sin gran dispendio, el Estado y la Generalitat, aquí hermanados en la pasividad, podían haber recordado a Cervantes
Las conmemoraciones históricas carecen de sentido racional y se resignan sin más a ser puro producto del fetichismo de las fechas y la idiotez supersticiosa de los aniversarios de nacimiento y muerte. Las practicamos casi todos, y está bien. Se han convertido esos caprichos del azar en pretextos para generar una explotación comercial de este o aquel autor que, a la vez, resulta rentable en términos cívicos y sociales. Sucede también con los premios oficiales, porque propician el reconocimiento colectivo a la valía de un reducido puñado de nombres, y quiero pensar que no todos, todos, pertenecen a la mugre de la actualidad que “lo deja todo perdido de artistas”, como decía el rebrinco de Félix de Azúa en una última columna de avisos. Porque el efecto seguro es difundir entre innumerables personas ocupadas, ocupadas sobre todo en sobrellevar como pueden sus cosas, la riqueza que le espera en una obra y una vida del pasado (o del presente).
Me parece deseable que el Estado comprometa una parte insignificante de su presupuesto en hacer saber a muchos lo mucho que pueden aportarles esa minoría de sujetos excepcionales, aunque la fecha de caducidad de algunos de ellos pueda acabar siendo turbadoramente próxima. Pero mientras no llega el vendaval que se lo lleve todo por delante, incluida la capa y la espada, sólo veo ventajas en la difusión masiva de esos nombres, incluidas las prisas banalizadoras de la prensa y la publicidad.
Cuando los creadores son de la monstruosidad congénita de Cervantes las razones se multiplican, o así lo sentiría Mary Shelley cuando escribió unas deliciosas vidas paralelas de Cervantes y Lope, de grandísimo éxito hace un siglo y medio, pero nunca traducidas al español (lo acaba de hacer Calambur). Hay ahí un anchísimo campo para disfrutar y no doy con otra razón mejor que esa para que el Estado se implique como se implica en frenar la prima de riesgo. No ha sido así en el caso de Cervantes, pero podía haberse hecho sin grandes dispendios y alguna microdosis de interés político y sentido de Estado. Nada había de ocioso en imaginar, pongo por caso, un concurso público para promover entre un grupo de editores un plan de ayuda financiera para editar en tiradas millonarias y en formato asequible la obra de Cervantes, con las Novelas ejemplares por separado para que no hiciesen el bulto disuasorio que hacen las ediciones académicas, y lo mismo vale para atreverse a cortar el Quijote en pedazos aunque a alguien le dé un soponcio, o La Galatea, o el mismísimo Persiles, y dejar una brizna del gusto que tienen esas obras sin tener que cargarlas enteras y aburrirse sin remedio.
Y lo mismo vale para cada una de las obras de teatro con los entremeses por delante. Incluso el concurso podía ampliarse a propuestas cinematográficas y escenográficas con planes itinerantes para los proyectos ganadores por capitales y ciudades grandes y pequeñas, promoviendo una publicidad discreta con actores que explicasen por qué está vivo gran parte de ese teatro (de José Luis Gómez a Emma Suárez, de Carmelo Gómez a Núria Espert), como podían haber grabado 30 segundos de declaraciones para emitir por la televisión pública, solicitadas con tiempo a Eduardo Mendoza y a Juan Marsé, a Almudena Grandes y a Álvaro Pombo, a Javier Cercas y a Ignacio Martínez de Pisón, a Quim Monzó y a Manuel Rivas, a Sergi Pàmies y a Empar Moliner (para que no se notase tanto la gloriosa pasividad de la Generalitat, fraternalmente hermanada con el Estado), todos contando la gracia de Cervantes para todos los públicos, pese a la procacidad y la ventolera turbia de tantas de sus páginas.
Todo costaba cuatro duros. Sin asfixiar al ciudadano ni meterse con los huesos del autor para rescatar a una política insolvente, hubiese podido propiciarse el enlace de la curiosidad intrigante que despierta Cervantes con la oferta de acercarlo en el papel o en los escenarios o en las pantallas de cualquier formato. No hacía falta que fuese a Todo Él; bastaba con acercar al público a un señor con la mano averiada y un buen humor imbatible que escribió centenares de cosas divertidas y que nadie debería seguir tratando como se trata al mármol, muy señorial, pero frío hasta el rigor mortis, para acercársele con cuidado y afecto y tratarlo como el más sonriente, listo y peligroso gamberro de la pandilla.
Jordi Gracia es profesor y ensayista.
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