Un pacto catalán
Negar que la convocatoria tenga efectos políticos es la táctica del avestruz
Si fuese cierta la vieja tesis —consagrada por el gran historiador Jaume Vicens Vives en su ensayo Notícia de Catalunya (1954)— según la cual el pactismo es consustancial al carácter catalán, podríamos afirmar que, ayer, una buena parte de la sociedad catalana pactó consigo misma.
En la imposibilidad de hacerlo con un Gobierno español encastillado en el no, nunca, de ninguna manera, el amplio sector de esa sociedad que lleva varios años movilizado en demanda de un estatus político distinto dentro de Europa se conjuró para ignorar las intimidaciones de ministros, jueces y fiscales; para autoorganizarse a través de decenas de miles de voluntarios; y para acudir de manera masiva, ordenada, paciente y cívica a expresar sus anhelos de futuro en algo semejante a colegios electorales, por medio de papeletas introducidas en una especie de urnas.
Más aún, el pacto tácito se extendió al nutrido segmento de catalanes que resolvieron no participar de la movilización de ayer: cada uno a sus asuntos, respeto mutuo y ningún enfrentamiento, más allá de incidentes marginales. En suma, una jornada casi helvética, cuando algunos la habrían querido serbio-kosovar.
Es bien legítimo, aunque muy socorrido, subrayar todas las deficiencias jurídicas, procedimentales y formales del 9-N, deficiencias hijas —no lo olvidemos— de las suspensiones dictadas por el Constitucional. Ya son menos pertinentes los calificativos de “pucherazo antidemocrático”, los renovados paralelismos hitlerianos, las alusiones a “los españoles que tendrían que irse de Cataluña”... Nadie entre las multitudes de toda edad y condición que ayer salieron de casa, ilusionadas, con la papeleta en el bolsillo, pretende expulsar a ningún vecino, menos aún a ningún pariente, hable la lengua que hable y tenga el apellido que tenga. Ninguno entre los cientos y cientos de miles de ciudadanos movilizados tenía nada en común con una camisa parda nazi, ni se sentía partícipe de un fraude. Insultarles no ayuda precisamente a colmar el abismo abierto entre Cataluña y España.
¿Inútil? ¿Carente de efecto alguno? Claro está que la jornada del 9-N no los tendrá jurídicos; no los hubiera tenido ni siquiera en su formato inicial, de consulta no refrendaría con todas las garantías. Pero, en democracia, negar que una convocatoria con las dimensiones de la de ayer tenga consecuencias políticas es incurrir en la táctica del avestruz. Es tanto como sostener que las protestas sociales contra la restricción del derecho al aborto no tuvieron nada que ver con la retirada del proyecto y de su artífice, Gallardón; o que las movilizaciones contra la poll tax fueron ajenas a la caída de Margaret Thatcher.
No, lo de Cataluña no es un calentón. Y el diálogo no surgirá si Rajoy espera, sentado, a un Mas de rodillas.
Joan B. Culla i Clarà es historiador
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