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Columna
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Otra vez

Rosa Montero

El hecho de que la indignante campaña contra las clínicas abortistas apenas haya suscitado hasta ahora una respuesta de protesta social, se puede deber a varias razones. Y la primera es cierta cautela interesada por parte de los partidos progresistas, que, cara a las elecciones, quizá decidieron no oponerse, por el aquel de rasguñar votos de creyentes y, sobre todo, para congraciarse con la Iglesia y no tenerla enfrente como abierta enemiga. Una estrategia indigna y además catastrófica, porque no hay como darle alas a un poder reaccionario para que se enroque y reverdezca.

Pero otra razón puede ser el cansancio y la incredulidad. Lo digo asumiendo mi parte de culpa: tampoco yo he tocado el tema hasta hoy. Pertenezco a la generación que luchó durante largos años por la legalización del aborto, hasta que España se fue normalizando y democratizando, en eso y en todo. Pensé, tal vez muchos pensamos, que esa guerra estaba ganada. Que no habría que volver a pelear desde tan bajo por conquistas tan básicas. Y quise creer que las primeras acciones contra las clínicas podían ser razonables, simple consecuencia de una mala praxis. Pero me equivoqué. Veo jueces que atosigan y llaman a declarar incomprensiblemente a las pobres mujeres que han abortado. Veo energúmenos que atacan los centros a pedradas. Veo que está en marcha una feroz ofensiva. De modo que habrá que volver a repetir el viejo abecé: el aborto es un trauma, algo terrible que no quiere nadie; por consiguiente, uno no está a favor del aborto sino de su regulación legal, para no añadir más penalidades a esa pena tremenda. Por cierto que, ante esta campaña, urge aprobar el aborto libre en las primeras semanas. Y una enseñanza: las conquistas civiles son pequeñas llamas que los ventarrones retrógrados apagan fácilmente. No conviene bajar nunca la guardia.

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