El terror
Antológica esa primera plana en la que aparecía el titular Fin del terror, referido al abandono de las armas de ETA, y al lado, como si se tratara de una broma pesada, la foto de Gadafi destripado, desprovisto ya de su aura de dictador y convertido en un ser humano derrotado por la tortura y la humillación. El terror no da tregua. Hay terrores grandes, los que amenazan a un pueblo, inoculan el miedo en el corazón de la gente y toman como rehenes la libertad de pensamiento y palabra.
Hay otros terrores, tan particulares que minan la vida de personas concretas sin afectar a la convivencia colectiva. No es otra cosa sino terror lo que sintieron los padres de Marta del Castillo cuando una tarde de 2009 vieron que su hija no llegaba a casa. No es sino terror lo que les atenaza cada noche, cuando tratan de conciliar el sueño desconociendo dónde unos desgraciados carentes de compasión y aleccionados por profesionales sin escrúpulos abandonaron los restos de la muchacha.
Es un terror sin consuelo, que no enturbia los discursos electorales y ni tan siquiera puede desahogarse en una asociación de víctimas. Es un terror íntimo, que se rumia en solitario. Lo estarán padeciendo los familiares de Ruth y José, los niños que el padre dice haber perdido en un parque, señalando desde el primer día una arboleda carnívora, que al parecer los devoró sin dejar rastro de ellos. Son esas caritas inocentes de las que apartamos la vista cada vez que abrimos el periódico o vemos el telediario para no permitir que pensamiento tan negro nos invada el ánimo.
Los niños José y Ruth, la adolescente Marta. Sus cuerpos sin reposo son el paradigma de los miedos infantiles y, por un momento, se imponen a todos los grandes terrores. ¿Sentirán aquellos que les lloran que al menos una vez al día deseamos que vuelvan del bosque que se los tragó?
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