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Reportaje:5. VERANO DE 1987

Cuando el socialismo se hizo marbellero

Manuel Vicent

Después de seis años en el Gobierno, las patillas de Felipe González comenzaron a blanquear y la pana fue definitivamente arrumbada. Asentado en el poder con la segunda mayoría absoluta, en vista que el socialismo no le iba a tocar el trigémino a ningún banquero, a ningún obispo, a ningún empresario, salvo al loco carioco de Rumasa, los que habían refugiado el dinero bajo las montañas nevadas de Suiza, perdieron el miedo a los rojos, comenzaron a relajarse, regresaron a casa con las sacas y a partir de ese momento comenzó la cultura del pelotazo. Ya era estético enriquecerse. Después de los almuerzos de trabajo en restaurantes de lujo los tiburones abordaban sus BMW, sus Audi, sus Lexus y volvían a los despachos con los colmillos ensangrentados. Fue aquel verano en que el socialismo se partió definitivamente en dos: siguiendo la consigna de su jefe de filas algunos guerristas se cubrieron la cabeza con un pañuelo de cuatro nudos, se sentaron en el balcón junto a un botijo de agua fresca, los pies en un librillo y dejaron que la calor les pasara por encima; los renovadores, en cambio, inauguraron oficialmente su veraneo en Marbella bajo los auspicios de Gunilla von Bismark y Miguel Boyer en bañador e Isabel Preysler en pareo, se presentaron cogidos de la mano en una portada de ¡Hola! con algún putón desconocido detrás. Vestían camisas de seda iridiscente en la noche estos socialistas finos y en las fiestas comenzaron a cruzar sus vidrios, chinchín, con unos golfos en Puente Romano, con la aristocracia de Tío Pepe e incluso compartían las muñecas del mejor plástico alemán en las popas de Puerto Banús. El torrefacto Julio Iglesias les balaba como una cabrita a todos la canción Bamboleo, con una mano extendida sobre el hígado y el micrófono ladeado en la mejilla.

La movida dejó un rastro de nuevos mitos y ritos en la forma de viajar, de juntarse a beber en las plazoletas iniciáticas

España estaba todavía estremecida por el atentado de ETA en un Hipercor de Barcelona, que causó 21 muertos y decenas de heridos, pero en los bailes de chiringuito a lo largo de la costa, bajo las estrellas, inmensos alemanes abrasados por el sol movían las alitas como gorriones cuando sonaba la canción de Los pajaritos, de María Jesús y su acordeón; de vez en cuando la brisa también traía y se llevaba el pasodoble de Escobar Que viva España, cantado a coro cuando ya estaban todos borrachos. Entre el desencanto político y el pelotazo, España cambió de piel aquel verano de 1987. Las tribus urbanas habían conquistado los sótanos de la ciudad, la carne de los jóvenes estaba traspasada por toda clase de imperdibles, la movida había dejado un rastro de nuevos mitos, de nuevos ritos en la forma de viajar, de emparejarse en los petates, de juntarse a beber en las plazoletas iniciáticas. Almodóvar ya era el rey absoluto. Se esfumaron del paisaje urbano los uniformes militares y las sotanas, los trenes llegaban puntuales a estaciones con vestíbulos llenos de mochilas multicolores y relucientes los retretes. El mérito de Felipe González fue haberse dado cuenta por dónde discurría el río de la historia y levantar todas las compuertas para que las aguas fluyeran hacia la modernidad.

Aquel dulce verano en Dénia, desde la verbena de la playa llegaba hasta la sobremesa de las cenas con los amigos bajo el algarrobo la voz de un vocalista meloso que cantaba La bamba, y cuando de madrugada iba a ayudar a Pere Joan a cobrar la red que había calado la tarde anterior, me cruzaba con las últimas motocicletas, con los últimos coches llenos de furiosos latidos de música salvaje reventando por las ventanillas que volvían de las discotecas. Era el preludio de la ruta del bacalao. Pere Joan era un viejo pescador, con diseño de Geppeto, dueño de un chiringuito, Els Molins, con sombra de parra y uralita, abastecido por lo que pescaba cada día. Cuando veía que en la red se había enganchado un pez mientras se estaba comiendo a otro, y yo me asombraba, sin volver el rostro, encorvado sobre la borda, decía: "Es que aquí abajo hay más hambre que arriba". Y si pescaba un bogavante o una langosta siempre repetía: "Esta se la comerán los señoritos". De regreso al chiringuito, a las nueve de la mañana, Pere Joan me invitaba a desayunar, un café, un bocadillo de atún y anchoas, una ensalada de tomate de aquellos antiguos con aceitunas amargas machacadas y una cerveza. Después me regalaba un kilo de pescado en el que había salmonetes, caballas, doncellas, pajeles y sargos. Aquellos dulces veranos de los ochenta en Dénia también me embarcaba, invitado por Salvador, avezado patrón, en su barca de pesca de arrastre y pasaba el día en alta mar con corridas desde el cabo de la Nao hasta aguas de Oliva. Bajo el sol del mediodía, con la morralla capturada en el primer copo, el cocinero preparaba la caldereta y al echar la cabeza de ajos sobre el aceite hirviendo ese aroma que la brisa salada extendía sobre el mar creaba por primera vez el universo y ya no existía la memoria, no había corrupción política, ni ETA, ni GAL, ni desencanto, ni reconversión industrial, sino la luz de los sentidos fundida con el pensamiento. Nada.

Miguel Boyer
Miguel Boyer sale del restaurante La Dorada, de Marbella, con Isabel Preysler y los hijos de esta en agosto de 1987.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.
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