Al rescate de una lengua que muere
Los záparas, designados Patrimonio de la Humanidad para salvar su idioma
'Lenguas, dialectos, mueren todos los años, en todos los continentes; estoy contento de haber salvado una', decía el desaparecido sabio y lingüísta Georges Dumézil, que pudo documentar en los años sesenta el oubykh de Turquía y confeccionar un diccionario justo antes de la muerte de la última persona que lo hablaba. Ahora, en estos precisos momentos, se libra una carrera contra reloj por salvar, de una manera más hermosa, otra lengua, el zápara, de los índígenas del mismo nombre de la amazonia ecuatoriana. El zápara se encuentra en el nivel 7 de la escala de salud de las lenguas: el 8 es la desaparición absoluta.
Sólo cinco personas, todas ancianas, hablan el zápara, y lo están trasmitiendo a marchas forzadas a un grupo de 20 niños de la misma etnia y a un lingüista de Quito, Carlos Andrade, que trata desesperadamente de aprender los difíciles giros de esta lengua de la selva en la que resuenan extraños mitos y conceptos chamánicos. Saludos, canciones, leyendas, brotan de los labios de los ancianos y son recogidos por las grabadoras, pero sobre todo por los oídos de unos niños que, nacidos ya en otro mundo lingüístico, escuchan embelesados las voces cuasimágicas de sus mayores.
Sólo cinco ancianos hablan esta lengua de la amazonía y la están enseñando a un grupo de veinte niños
'Kuijia iquicha zapara ñanuka' ('yo soy un hombre de la selva'). Quizá pronto ya no vuelva a oírse sobre la faz de la tierra la orgullosa frase que ayer tarde chapurreaba en Barcelona, pues él apenas conoce unas palabras en su propia lengua, Bartolo Ushigua, un joven zápara empeñado en la defensa de la memoria ancestral de su pueblo y convertido en su portavoz.
Demediado entre la selva, que es el hogar tradicional de los zápara, y el mundo moderno al que le precipitó su padre, Blas, el último chamán de los záparas, ya fallecido, para que pudiera defender los intereses de su gente, Bartolo -que entre los de su etnia se llama Manari Kaji- es desde el pasado mayo, como todo su pueblo, tan patrimonio de la humanidad como la Alhambra o las murallas de Lugo. La Unesco designó entonces a toda la etnia zápara y su cultura, con el objetivo de apoyar su preservación, Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad.
Frente a un café, el joven indígena, que es presidente de la organización que agrupa a los záparas y que ha viajado a España gracias a la comisión Bindori del Ayuntamiento de Vilassar de Dalt, explica la historia de su pueblo, y su lucha. 'Somos unos 200, estamos ubicados en una zona de la provincia de Pastaza, en la cabecera del río Conambo. Éramos una nacionalidad muy numerosa. La guerra de los schuaras y los achuaras precipitó a los segundos sobre nuestro territorio, y mataron a nuestros mayores, que eran más chamanes que guerreros. Luego vinieron los empresarios del caucho, y la guerra del 41 entre Perú y Ecuador, que dividió a nuestra gente en dos zonas. Poco a poco, nos fuimos terminando'.
Bartolo, envuelto en un chaleco de corteza vegetal sobre sus ropas occidentales, acaricia el colgante de su collar, una semilla de la palma de la que se obtienen las espinas que se usan de proyectiles para las cerbatanas. 'Mi papá fue el último shimano [chamán] y nos explicaba cómo hacer la caza y las reglas de la selva. Él murió, y un día nuestros mayores dijeron que era el momento de que desaparecieran del planeta nuestro idioma y nuestras costumbres. Los jóvenes contradecimos eso. Así, nuestra lengua, que la hablaban los últimos cinco mayores -mi madre y mis tíos-, ahora la aprenden los niños. Los mayores tienen entre 70 y 80 años, y por eso estamos muy preocupados de que no les pase nada, que no mueran, porque, si no, el idioma desaparecerá'.
Bartolo habla de educación, de salud y de reivindicaciones ante el Gobierno ecuatoriano, poco atento a la encrucijada zápara pese a la declaración de la Unesco. Pero su conversación de repente se ilumina con los colores y voces de la jungla. Habla de Atatawako, el águila que conjura la presencia de los tucanes; de Zawero, la peligrosa boa, o de Kaji, el mono. Y de Supai Urku, la Colina de los Espíritus. Y ese mundo parece tan real o más que este ajetreado paisaje urbano en el que, a diferencia de la selva, hay que hacer algo tan extraño, dice, como pagar para comer.
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