El libertador
La justicia ha sido, desde que tenemos memoria, una de las manifestaciones más cutres y pringosas del Estado. Antes de que la prensa publicara las fotografías de los expedientes judiciales amontonados junto a aquellas letrinas roñosas, ya sabíamos que el papel higiénico convivía desde siempre con el de la magistratura. Cualquiera que haya pasado al lado de una toga sabe perfectamente a qué huele. Pero llevan oliendo toda la vida de ese modo sin que el olfato de sus señorías sufriera por ello. Los pasillos de un juzgado son lo más parecido a una estación de autobuses de los años cincuenta del pasado siglo o al servicio de urgencias de un hospital cualquiera de Esperanza Aguirre. Traspasas las lindes del pulverulento reino de los tribunales y tienes la impresión de haber caído dentro de una novela de Franz Kafka.
Siempre nos hemos preguntado por qué los jueces, de cuyo poder nadie duda (lo llevan escrito en la cara), toleraban esa situación, por qué no se modernizaban como el resto de las instituciones, por qué no ventilaban sus dependencias, por qué ignoraban la existencia de los detergentes modernos o las ventajas de la informática. Y la única explicación que encontrábamos era que no les interesaba. Mientras la justicia funcionara mal, ellos harían y desharían a su antojo, con coartada para justificar toda clase de desmanes. Lo cierto es que jamás se manifestaron por la falta de medios, del mismo modo que los obispos no se manifestaron, en tiempos peores, por la falta de libertad. Unos y otros se han caído del caballo ahora mismo, vaya por Dios, en plena democracia y con un Gobierno socialista en el poder. Está bien, más vale tarde que nunca. Lo curioso es que uno de los líderes de este movimiento sindical sobrevenido sea el juez Tirado. Son ustedes hábiles (y decentes) hasta para elegir a sus libertadores.
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