Cuando la libertad era un campo de minas
En el tórrido verano de 1967, en Madrid, los negros de la base de Torrejón se enamoraban de las prostitutas de la calle de la Ballesta, incluso algunos se casaban con ellas y se las llevaban como reinas a Oklahoma; en los bares americanos con penumbras color quisquilla se presentaron las primeras chicas asequibles detrás de la barra que daban conversación, a tanto la copa, a los primeros ejecutivos desesperados; al final de la calle del doctor Fleming, en una barriada llamada Corea, vivían muchos soldados de la base. Si tenías una novia norteamericana te podía llevar a su supermercado exclusivo donde podías comprar cartones de tabaco rubio auténtico y unos pantalones sin pliegues de pretina alta, como los que llevaba Sinatra; de lo contrario, debías adquirir los primeros jeans, los primeros chalecos con flecos de apache en la boutique vaquera de Moncloa para prepararte a ser moderno.
El verano oficial empezaba el 18 de julio con Lola Flores y otras faraonas cantándole a Franco en la Granja
Al Seat 600 le siguió el dophinne, a este el gordini, a este el Simca 1000, a este el Seat 124, y todos juntos produjeron los primeros domingueros, con los primeros atascos de regreso de la sierra donde se había instaurado el rito familiar de la tortilla de patatas en la parcela alrededor de una manta y después el marido lavaba el coche, la suegra sentada en una silla plegable hacía ganchillo, la esposa leía la revista 0Hola y soñaba con príncipes y pamelas. Al volver a casa, con los niños dormidos en el asiento de atrás, el 2 de julio en la radio del coche Matías Prats transmitía la final de copa del Generalísimo entre Valencia C.F y el Atletic de Bilbao. Ganó el Valencia de Paquito, Guillot, Jara, Waldo y Claramunt.
En el verano de 1967 se produjo una bifurcación entre los jóvenes universitarios: los que diez años después serían padres de la patria en las Cortes Constituyentes preparaban oposiciones a cátedra o a abogados del Estado y algunos, si eran progres, se confesaban o los casaba el cura Aguirre. Otros, que luego serían publicistas, decoradores, periodistas o cineastas, preferían llevar a una chica abierta en el trasportín de la moto a un pantano.
En 1966 la Ley de Prensa, impulsada por Fraga, había levantado la censura previa, había cortado las alambradas, pero había dejado la libertad de expresión como un campo sembrado de minas. Había que jugársela. Un año después, en el verano de 1967 los periodistas de Pueblo y del Madrid, diarios de la tarde, uno de sindicatos y otro del Opus aperturista, en cierto modo habían recobrado la dignidad y entraban de noche en Oliver hechos unos gallitos, bebían drambuie y creían que Sinatra cantaba Strangers in the night refiriéndose solo a ellos. En Oliver también sonaban los Beach Boys, los más exigentes se excitaban con los gritos agónicos de Janis Joplin, con la salmodia de Leonard Cohen, pero no había ninguno como Ray Charles tan propicio para fumarse un buen canuto.
Me acababan de dar el premio Alfaguara y creía que con eso me había ganado la silla en el café Gijón, la verdadera academia. Ese fue el año en que la feria del Libro de Madrid se trasladó desde el paseo de Recoletos al parque del Retiro. La caseta de Alfaguara, con Camilo José Cela de gran cartel, estaba pegada a la casa de fieras. Haber escrito una novela me parecía haber alcanzado una cima, pero en la feria del Libro mientras firmaba la novela, unos chavales que salían del zoo, al verme dentro de la caseta me echaron unos cacahuetes a la cara, lo mismo que habían hecho un momento antes con los monos. Supe que ser escritor no era nada, si no cazabas los cacahuetes al vuelo.
El verano oficial empezaba en el 18 de julio con Lola Flores y otras folclóricas cantándole a Franco en la Granja. Fue aquella vez en que el bailarín Antonio después de ejecutar el Zapateado de Sarasate, durante el vino español que siguió al sarao flamenco, recibió del Dictador un gran elogio: "Parece usted de goma", le dijo. Aquel verano las cosas estaban ontológicamente en su lugar natural: Franco en el Azor pescaba cachalotes, jugaba al golf en La Zapateira, en septiembre presidía en la Concha de San Sebastián la regata de traineras mientras los rojos leían a Gramsci en Carabanchel y la mujer de Camacho le tejía un eterno jersey como aquella mujer de Itaca.
Cuando llegué una noche al diario Madrid allí estaban Miguel Ángel Aguilar, Oneto, Juby Bustamante, Nativel Preciado, Cuco Cerecedo, Onésimo Anciones y Chumy Chúmez entre paredes desconchadas bajo polvorientos tubos de neón, frente a las ametralladoras, todos dispuestos a darle pellizquitos de monja al franquismo para cabrear a Fraga. La gracia consistía en atravesar el campo de minas sin saltar por los aires. En Madrid la orilla izquierda del Sena era el café Gijón, Casa Gades, Oliver y el Comunista. Los más golfos se iban de madrugada al pollo frito y las bulerías de las ventas de la carretera de Barajas a ver si de una vez encontraban a Ava Gardner borracha y se dejaba. Llevar la revista Triunfo bajo el brazo era un tic que te definía como rojo. Fue aquel verano que estaba entre los calzoncillos antinucleares con que Fraga se bañó en Palomares y el incendio del Mayo francés, que un año después comenzó a calentar la historia.
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