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Columna
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Sin ellos no

Rosa Montero

Hace algunos años leí un interesante reportaje sobre el tormento añadido que la vejez podía suponer para los homosexuales: los asilos de ancianos no admitían parejas gais y muchas personas se vieron obligadas a separarse para siempre de sus compañeros de toda la vida, justo cuando esa vida se hacía más necesitada y más precaria. La ley del matrimonio homosexual ha venido a solucionar también esto, lo cual no es un detalle baladí.

Recordé de algún modo esta historia hace unos días, viendo un programa de televisión en un hotel latinoamericano. Era un documental inglés y entrevistaban a una octogenaria de rostro arrugado, cabellos desbaratados y ropas muy modestas, pero que se expresaba con total lucidez y precisión. Ya no podía seguir viviendo sola e iba a ser trasladada a un asilo de ancianos; pero para ello tendría que abandonar a sus dos perritos, unos animales canijos, greñudos y mestizos que se apretujaban contra la mujer como dos bolas de pelo temblorosas. A saber cuál sería el destino previsto para los pobres bichos; en cuanto a la anciana, la separación suponía la pérdida de sus seres más queridos. "Si me quitan a mis perros, no quiero vivir. He estado reuniendo pastillas. Primero se las daré a ellos y luego me mataré yo". Lo decía con perfecta contención británica, sin melodramatismo ni aspavientos. No pude terminar de ver el documental y no sé qué fue de la mujer, pero no consigo olvidar su desolación. Me temo que muchos pensarán que suicidarse por un perro es de chiflados, pero sé que otros entenderán la absoluta indefensión de esos ancianos que se ven obligados a abandonar a quienes son en realidad su única familia. Esa mutilación afectiva, esa soledad y ese desgarro. Es una tragedia, doblemente trágica por incomprendida. Sé que es complicado, pero, ¿no podría haber asilos que admitan animales?

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