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Columna
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El azar

Hay momentos en que se apaga la luz y es de noche en el alma. Ocurre cuando se producen catástrofes que podrían habernos sucedido a nosotros. Un accidente aéreo, un tsunami en lugar y época de vacaciones. Contenemos el aliento. Sabemos que sólo el azar dirige nuestros pasos, que quizá hay en nuestro futuro un avión que carece de fecha de regreso en su hoja de ruta.

Hablan los expertos, sollozan los deudos, fíjate, comentamos, esos dos se salvaron porque no hubo forma de que consiguieran billetes, aquel pobre tenía una reunión a la que nunca llegó...

Y pasan los días y volvemos a nuestra rutina. Junto con la sombra de la tragedia desaparece también nuestra aprensión. Asumimos nuestro papel de personajes en una obra cuyo guión no hemos escrito y cuyo desenlace desconocemos, cuyos capítulos no controlamos.

Nos apresuramos a recitar el papel tal como va surgiendo, porque es lo único que podemos hacer. Que el azar actúe, pues de todas formas lo hará, con o sin nuestro permiso.

O te quedas pensando por un largo tiempo en los sueños rotos. No hace falta subirse a un avión. Basta con que un conductor distraído o demasiado rápido choque contra nuestro coche, y el mundo se hunde. A un matrimonio británico le sucedió hace unos pocos años. Su hijo de 18 meses sufrió una parálisis casi total. Sus vidas cambiaron, pero ni siquiera ese acomodo a la desesperanza de cuidar su cuerpecito inmóvil les fue permitido durante muchos años. El niño acabó falleciendo, y ellos se arrojaron al mar desde un acantilado, con su cadáver metido en una mochila y sus juguetes en otra. Más o menos a la hora en que se intentaba localizar el Airbus perdido.

Sueños rotos. Hay momentos en que se apaga la luz, y todo es frágil.

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