Sospechosos
La web del Departamento americano de Seguridad en el Transporte desmentía en días pasados el rumor de que haya menores en las listas de individuos peligrosos. Sin embargo, la madre de Mikey Hicks, un niño de nueve años de Nueva Jersey, ha hecho pública la pesadilla de demoras y cacheos a la que viene siendo sometido su hijo desde que nació. No haría falta un enorme esfuerzo deductivo para que tan inteligentes organizaciones imaginaran que un niño que nació un mes antes del 11-S difícilmente puede verse involucrado en actividades terroristas de altos vuelos, pero la policía americana, siempre fiel a esa norma de incordiar al que menos se lo merece, lleva registrando a la criatura desde que era un bebé y negándole un asiento propio.
El niño Mikey posa encantado para los periódicos. Con sus gafas de miope, el pelo revuelto y la gorra de boy scout parece una versión actualizada de Guillermo Brown, líder de los Proscritos, al que sin duda le iría que ni pintada una historia como ésta. Pero Mikey fue adiestrado desde pequeño para saber que con la policía no se juega y, en vez de poner a prueba su paciencia, como le gustaría al terrible Guillermo, abre brazos y piernas con gran profesionalidad para facilitar el cacheo, como si tuviera completamente asumida su condición de sospechoso. Dado que su problema es el nombre, que coincide con el de un criminal, los padres acabarán cambiándoselo, como ya han hecho otros que padecían el mismo martirio.
Los que viajamos a menudo sabemos el tiempo absurdo que la policía pierde con muchos Mikeys, menores o adultos, pero de inocencia evidente. También percibimos la chulería y el abuso de autoridad en un terreno en que el viajero se siente indefenso. Mientras cachean a Mikey o interrogan a un portador del VIH, se les cuela Umar Farouk. No es extraño que Obama tuviera que disculparse. Con razón.
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