Sáhara
De la semana pasada, un banquete para cualquier columnista, me quedo con una aparente pequeñez. Más allá de los vuelos de ida -problema para el PP- y vuelta -problema para el Gobierno- a Guantánamo, por encima de la auténtica crisis griega y de la comedia de enredo del PSC, al margen de la blancura de los guantes que usaba Madoff para robar a los patronos de los criados de guantes blancos, y hasta del impulso que ha experimentado el personaje de Aznar, que para pasar de padre de la patria a caricato de astracán sólo necesita que le pongan un micrófono delante en el extranjero, voy a escribir sobre una tristeza pequeña y sucia.
Me gustaría celebrar la derrota que los bárbaros de las 65 horas semanales han sufrido en Estrasburgo, pero me ha afectado más esta noticia breve, discreta, sin grandes titulares.
Porque yo creía que a los saharauis ya no les quedaba ni un centímetro de espalda libre para otra puñalada, pero el Gobierno español ha encontrado hueco para asestarla. Discreta, casi sigilosamente, Zapatero ha respaldado el plan de autonomía marroquí para el Sáhara. A cambio, el primer ministro de Marruecos, Abbas el Fassi, ha declarado que está dispuesto a seguir dificultando la partida de los 100.000 desesperados subsaharianos que esperan la oportunidad de subirse a una patera para morir, quizás, en el Estrecho. Ya sé que mucha gente me dirá que esto se llama pragmatismo, realismo, diplomacia o sentido del Estado. Yo propondría otros nombres, abandono, injusticia, irresponsabilidad. Mientras tanto, en el desierto de Argelia, ante la indiferencia del mundo entero, los saharauis siguen custodiando las llaves de sus casas de Villa Cisneros, y enseñando a sus hijos por qué esa ciudad tenía un nombre español. Y ya sé que para su tragedia interminable no hay futuro, pero a mí, sólo de pensarlo, se me parte el corazón.
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