Predicadores
No es extraño que sea en países eminentemente católicos, España, Italia e Irlanda, donde resulte más traumático aceptar un debate sobre las razones de la escandalosa frecuencia con que en el seno de esta fe se cometieron abusos a menores. La Iglesia católica española ha ejercido en los últimos tiempos una presión tan desmedida sobre asuntos de la vida civil (la regulación del aborto o la defensa de la familia tradicional) que ha provocado reacciones enfrentadas: la de quienes abominan de ella y el resurgimiento de un tipo de fieles tendentes al fanatismo religioso. El tiempo dirá que no fue positivo que los obispos cambiaran procesiones por manifestaciones; ni para la propia Iglesia ni para el partido que intentó sacar rédito. Cargados de razón, muchos ciudadanos piensan hoy que no pueden dar lecciones morales aquellos que han permitido que el delito se produjera dentro de sus filas, porque es de delito, no de pecado, de lo que debería comenzar a hablar la Iglesia si quiere tener algún tipo de predicamento en un futuro. La concepción de pecado es variable según cada religión o cada conciencia; el delito es incuestionable.
Hay quien piensa que no debieran pagar justos por pecadores, que la mayoría de los sacerdotes son personas entregadas al servicio a los demás. Por eso mismo, no se entiende el pacto de encubrimiento a los abusadores. En otros países en los que el catolicismo no es sino una más entre todas las religiones que el ciudadano tiene a su disposición existe una mayor exigencia de responsabilidades, y hay una palabra que centra el debate: celibato. Nadie parece poner en duda que la mejor manera de prevenir la frecuencia de este delito es permitir que los predicadores puedan llevar una vida normal en todos los sentidos, tener pareja, hijos. Entenderían más al prójimo. Podrían predicar, entonces sí, con el ejemplo.
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