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Columna
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Pesados

Natascha Kampusch, secuestrada a los 10 años, llegó a sentir cierta empatía, hasta compasión, por su raptor durante los ocho que vivió encerrada en un sótano. Hizo un viaje de ida y vuelta al abismo de la abyección humana, y ha vivido para contarlo. En su país, Austria, no ha podido hacerlo. Un diario de Viena, Die Presse, condenó el estreno de un documental sobre su vida como una agresión a la patria. En un editorial la llamó "pesada que sólo busca hacerse publicidad" para elogiar a cambio a los otros "niños del sótano", los hijos-nietos de Joseph Fritzl, que, de momento, están callados y no molestan.

Kampusch se ha ido a contar su historia a Alemania, el país que sus vecinos consideran el colmo de la pesadez. Es interesante recordar por qué. Después de la II Guerra Mundial, Austria -que se había adherido con delirante entusiasmo al III Reich fundado, precisamente, por un austriaco- optó por la ficción colectiva de reivindicarse como un territorio ocupado, víctima del nazismo.

Y mientras los alemanes, ¡qué pesadísimos!, intentaban reflexionar, analizar lo que había pasado para llegar a comprenderlo, ellos se limitaron a barrer sus culpas para esconderlas bajo la alfombra de su orgullo nacional, un sentimiento tan frágil que, por lo visto, aún es vulnerable a la memoria de una víctima de 21 años.

La abyección no tiene patria, ni latitudes, pero la condena de su difusión, intrínsecamente abyecta, es característica de los países que viven su propia historia como una agresión, la ofensa que unos pocos vierten sobre la tranquilidad de todos. Ningún orgullo es digno de ese nombre si no soporta el contacto con la verdad, por muy indeseable que haya sido, porque la memoria no tiene tanto que ver con el pasado como con el presente, y sobre todo, con el futuro. Por eso, en España, algunos nos hemos vuelto tan pesados.

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