Milagro en el espejo velado
Durante años el poeta Fernando Pessoa, hecho un dandi ya un poco descalabrado, con sombrero, pajarita, lentes ovaladas sin montura y bigotito, con los bolsillos del gabán llenos de versos rayados en papeles de estraza, después del trabajo de escribiente en unas oficinas comerciales de la Baixa de Lisboa daba con sus huesos en el café A Brasileira, situado en el Chiado, donde solía verse con otros escritores y periodistas bohemios. Antes de irse a dormir bebía con ellos hasta la madrugada. Hablaban de proyectos literarios nunca realizados, fundar una revista, mandar un relato a un editor, blasfemar por la mala suerte, comentar el suicidio de algún colega, esperar un milagro. Este viaje al café era su regreso perenne a Ítaca.
Era el lugar de encuentro del poeta Fernando Pessoa con otros escritores y periodistas bohemios
En sus diarios, Pessoa anota esta recalada de cada noche en A Brasileira como una salvación, si bien aquella espiral de humo no era más que una rueda tentada. Los camareros conocían las preferencias del hígado de este cliente. Nada de whisky o de cerveza. Simplemente absenta, el aguardiente duro que llega más directo al alma de los poetas para calentar sus sueños. Hoy el poeta Pessoa convertido en bronce está sentado a la puerta del café A Brasileira a merced de las palomas y de los turistas que se le abrazan para hacerse una foto.
Recuerdo que en mi primer viaje a Lisboa con unos amigos pintores compré café de Brasil, copas de cristal granulado, vino verde y toallas que no secaban, aunque tenían mucha fama, ignoro por qué. En el paseo por el Chiado, sin saber que existía, entré en el café A Brasileira, un establecimiento art déco, con espejos velados en los que algunos años después se reflejaría un milagro, que el agnóstico Pessoa no pudo haber imaginado nunca.
En el segundo viaje sonaba en Lisboa la canción Grândola, Vila Morena, las bocas de los fusiles aún tenían claveles y la revolución de abril se concentraba todavía en el monóculo del general Spínola. En el Chiado me encontré con Luis Carandell y juntos compramos grabados antiguos de puertos de mar en las librerías de lance del Barrio Alto y luego tomamos una copa en A Brasileira. Tampoco en ese momento había sucedido el milagro.
Otros viajes a Lisboa siempre me han deparado placer y alguna sorpresa. Durante la excursión con los compañeros de la revista Hermano Lobo, Chumi Chúmez, Summers, Perich, Haro Tec-glen, Umbral, Vázquez Montalbán, todos muertos excepto Forges, Ops y este que suscribe, en el café A Brasileira se produjo la escisión de la que nacería la revista Por Favor, que se creó en Barcelona por una cuestión de pasta.
Pero el milagro de A Brasileira se produjo a mitad de los años ochenta del siglo pasado cuando me encontré con la Virgen de Fátima en carne mortal, sentada a un velador ante una taza de chocolate y un bollo. Era una anciana muy elegante. Un fotógrafo portugués me animó a que me presentara ante ella y le preguntara si era la señora que se apareció en Cova de Iria. Así lo hice. Después de cierta reticencia por mi proceder tan intempestivo y habiéndose repuesto de su primera duda, me ofreció la silla a su lado y me contó la historia.
Se llamaba Mary Wilkin y era inglesa. Se había casado en el año 1917 con Roberto Pinheiro, un joven topógrafo de Oporto, al que conoció en Londres. El primer trabajo de su marido consistió en realizar unos cálculos de topografía para abrir una carretera de segundo orden en Cova de Iria, un paraje abandonado del mundo junto a un pueblecito de Fátima. Mary Wilkin, apenas una adolescente, recién casada, pelirroja, vestida de blanco hasta los pies, con sandalias y un chal azul acompañó a su marido y mientras él trabajaba en las mediciones del terreno, ella se perdía por el valle buscando flores silvestres. Era el 13 de mayo cuando le sorprendió a media mañana una tormenta y se subió descalza a un árbol. De pronto se abrió el sol entre dos cúmulos blancos, un rayo le iluminó el rostro y en ese momento, en el silencio absoluto del paraje, sonó el tintineo de campanillos de unas cabras y vio a tres pastorcillos, dos niñas y un zagal, al pie del árbol mirándola. Aquellos niños nunca habían visto a una joven pelirroja vestida de blanco con un chal azul, salvo en la estampa de la Virgen de Murillo que había en la iglesia de Fátima. Traté de que entendieran en inglés. Jugamos al escondite y nada más.
-Ese verano -me dijo Mary Wilkin- volví con mi marido de vacaciones a Inglaterra y de regreso a Portugal en otoño me encontré que a Cova de Iria iban decenas de miles de peregrinos.
Años después en la presentación de un santoral de Luis Carandell junto al padre Martín Patino, conté que este prodigio del café A Brasileira podía considerarse el verdadero secreto de Fátima. Y ante cierto malestar que expresó monseñor, dije que Dios no tenía por qué molestar a la Virgen y hacerla bajar del cielo si pudo haberse servido de una bella inglesa para realizar el milagro.
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