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Columna
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Hikikomori

Desde finales de los novena, en Japón aumenta el número de los hikikomori, los "enclaustrados". Esta población, formada por adolescentes y por jóvenes entre los 20 y los 30 años, se caracteriza por encerrarse en sus cuartos y no salir en meses. Entre los cientos de miles en esta situación se encuentran los otaku, que ya ganaron fama llevando hasta la exacerbación el aislamiento con los walkman. Ahora, además, se suman especies diferentes y nuevas. Se trata, en conjunto, de criaturas, pasivas como bultos, que creen haber visto todo lo que había por ver y desdeñan cuanto ocurra más allá de sus cuatro paredes. ¿Salir para qué? Son, en su mayoría, hijos de empleados medios que llevan una vida media, telespectadores de programas mediocres que compran en supermercados con descuento, veranean en playas atestadas y duermen los domingos hasta la hora de comer. A través del testimonio que aporta la biografía de sus padres consideran innecesaria otra edición propia e igual mientras obtienen, por el contrario, una cierta voluptuosidad en su inacción y paladean una liberación en lo más inane. Han decidido, en fin, cambiar el exterior, rutinario y hacinado, por una vida en el interior. Tampoco por una vida interior porque, según afirman los psicólogos, los hikikomori eluden implicarse en una experiencia íntima que les requiriría desgastes y conflictos. Se enclaustran, pues, no para orar, sino para no gastar. Para ahorrarse la vida que les caería encima si siguieran los pasos establecidos y de cuya fatalidad procuran defenderse mediante el antagonismo de su indiferencia. Efectivamente, la desaparición de las utopías ha desencantado notablemente el mundo o la excitación por vivir, pero hasta hace poco, el afán de hacerse famoso o comprar muchos bienes de lujo habían llenado parte del vacío. ¿No ocurre ya así en Japón? Los hikikomori, contemplados a simple vista, parecen vegetales y, por lo tanto, más simples que cualquier animal, pero observados con otros ojos, su lela compostura resulta orgánicamente justa: la clase de vida que se les ofrece, en cuanto parte de la gran masa, no merece el precio que el sistema les reclama. De modo que una de dos: o la calidad mejora o los hikikomori, como seres humanos, no darán más que cero de sí.

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