Espejos
El río en el que nadie se baña dos veces, según Heráclito, está formado por todos los espejos en los que uno se ha mirado a lo largo de la vida. La conciencia se inicia en el instante en que el niño se reconoce a sí mismo por primera vez en el espejo familiar del cuarto de baño. Llega un momento en que ante su propia imagen el niño piensa que ese que aparece allí dentro es él y no otro, esos son sus ojos, su nariz, su boca, su diente partido. Frente a ese espejo se establecen a continuación unos ritos inolvidables: su madre le lava la cara y le peina, unas veces a gritos, otras con lisonjas y allí se reflejan las primeras lágrimas, las primeras risas. En el azogue del espejo familiar la imagen del niño quedará guardada para siempre en brazos de Narciso. La edad consiste en ir dejando atrás aquel primer espejo. Un día el chico se afeitará la pelusilla del bigote y la niña se pintará por primera vez los labios con carmín, pero puede que sea ya en otro cuarto de baño. Si hubieran sido fieles al primer espejo no se habrían dado cuenta de que tenían ya quince años. El río de Heráclito discurre sobre nuestra piel, nos atraviesa por dentro y uno sólo comienza a envejecer cuando abandona aquel espejo que era un amante verdadero. Cada vez que vuelvas a mirarte en él después de una larga ausencia entenderás que el tiempo sólo es un cambio de apariencia. Se trata de una experiencia muy común. Al llegar el mes de agosto te vas de vacaciones a la casa de la playa, entras en el cuarto de baño, abres la ventana y te miras en el espejo donde había quedado congelado tu rostro desde el verano pasado. No estaban allí todavía algunas arrugas ni las ojeras que has cosechado a lo largo del año. Se hace evidente que has engordado. La expresión de los ojos tampoco es la misma. Pese a todo, durante el verano irás asimilando esta nueva imagen hasta aceptarla e incluso asimilarla con agrado, pero al volver a la ciudad, cuando apenas ha pasado un mes, en el cuarto de baño de casa te esperará la imagen que dejaste allí antes de salir de viaje. También algo habrá cambiado esta vez. El bronceado alegrará la palidez con que te recordabas, pero sin duda en la nueva imagen se reflejara una nueva erosión, el rastro de una aventura, la señal de una caída. Uno va envejeciendo en los sucesivos espejos como si se reflejara en río de azogue que nos atraviesa. Pese a todo existe un primer espejo que guarda tu imagen de niño ante el que tu madre te fregaba la cara con un estropajo. Ése es el que te amará siempre y te será fiel hasta la muerte.
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