Besos
X, una simple conocida, se abalanza sobre mí en una parada de taxis. Me sonríe, me abraza, me planta dos besos sonoros, hasta ruidosos, en las mejillas y proclama con entusiasmo su alegría de encontrarme de nuevo. Ella sabe que, hace solo unos meses, me puso a parir delante de un pequeño auditorio. Es posible, incluso, que sepa que yo lo sé porque, entre quienes la escucharon, estaba J, que la avisó a tiempo de que era amigo mío. El aviso no funcionó, y J acabó contándome lo que había pasado. Siempre es bueno saber a quién no conviene hacer favores.
En este panorama de resaca electoral, el encuentro con X, la relación entre su desparpajo y mi desconcierto, evoca la particular relación de algunas fuerzas políticas con su electorado. Besos, abrazos y otros gestos fraternales pueden bastar para que un líder capaz de presentarse ante los ciudadanos como "uno de los nuestros" alcance el poder. Después, esa seña de identidad, de pertenencia a un grupo, se mantiene como una marca publicitaria mientras su beneficiario desarrolla políticas contrarias a los intereses de sus votantes, sin tomarse ni siquiera el trabajo de justificarlas. ¿Para qué? Luego, en la siguiente campaña electoral, se armarán con sonrisas, besos, abrazos, viejas canciones y la esperanza de que la goma de la fraternidad baste para borrar, una vez más, las huellas de la amargura.
Cuando me separo de X, que en ningún momento ha dejado de sonreír como si le pagaran por anunciar un dentífrico, me siento incómoda conmigo misma. Naturalmente, he sido incapaz de hacer otra cosa que devolverle los besos, los abrazos, como tantos electores son incapaces de cambiar su voto a pesar de los pesares. El triunfo de los cínicos se funda en el pudor de los que no saben ser maleducados. Por eso, no basta con dejar de votarlos. Es preciso crear una nueva ilusión política.
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