Antígona
Es muy dulce el sol de las ánimas. El día primero de noviembre la gente lleva al cementerio las flores carnosas de los pensamientos, pero debajo de esa luz suave que ilumina la memoria de los muertos, en España sigue vigente el mito de Antígona. Es todavía nuestra tragedia. Durante setenta años, desde el final de la Guerra Civil, decenas de miles de españoles están enterrados en cunetas y barrancos. Fueron vencidos, humillados, ejecutados y hacinados en fosas comunes. Todo el suelo de la patria está fermentado de cadáveres que aún siguen gritando como lo hicieron un segundo antes de recibir una descarga de plomo. Es el mismo grito, son las mismas lágrimas. Antígona sacrificó su vida por dar honrada sepultura a su hermano para que su alma no vagara sobre la tierra en busca de venganza sin encontrar reposo. Desde entonces existe la creencia de que es imposible la paz entre los vivos mientras no estén sosegados todos los muertos. El rito funerario está unido al primer acto de piedad que sintió el homínido, hace 130.000 años, y fue la señal de que el germen de la conciencia se había implantado en su cerebro. Este hecho religioso coincidió con la fabricación de la primera hacha de sílex, que sirvió para matar. Más allá de la Guerra Civil y de la política de uno u otro bando, el que después de treinta años de democracia y de libertad haya decenas de miles de cadáveres en sepulturas innominadas supone la degradación más evidente de una conciencia colectiva. Puede que las almas, cuando abandonan los cuerpos, vayan a formar parte de la energía universal y constituyan el espíritu de la materia o puede que se disuelvan en la nada, pero aquellas que un día animaron los despojos de los vencidos en la Guerra Civil están todavía presentes en la vida política alimentado odios y resentimientos, y también una piedad que viene de la noche de los tiempos. Durante millones de años los cadáveres quedaron a merced de las alimañas sobre la piel de la tierra. Hubo un momento en que un primate se dio cuenta de que eso mismo que hacían los buitres con las vísceras de otro, un día lo harían con las propias entrañas y decidió el primer enterramiento sagrado. Es muy cruel que familias españolas deban asimilar todavía las flores para sus muertos a un recuerdo envenenado.
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