La tercera guerra mundial (virtual)
Aeropuerto de Zakaev, Moscú. Cuatro hombres armados con ametralladoras automáticas entran en la zona de embarque. Es el inicio de la Tercera Guerra Mundial y del sexto juego de la saga 'Call of Duty'
Call of Duty: Modern Warfare 2 está en el Libro de los Guinness de los Récords como el videojuego de más éxito en su estreno: Vendió 4.700.000 unidades en su primer día a la venta en Estados Unidos y Reino Unido y generó 401 millones de dólares (301 millones de euros). En la primera semana en el mercado global, dobló ambas cantidades, con casi nueve millones y medio de juegos vendidos y 600 millones de dólares. La recaudación mundial de Parque Jurásico 2.
Pero el punto de inicio de la historia trae controversia. Un soldado estadounidense ha sido infiltrado en un comando terrorista ruso. Mientras se carga la primera fase, explican su misión: Recopilar información sobre su líder, un ex comunista llamado Vladimir Makarov. Empieza el juego. Un ascensor, cuatro hombres armados y una consigna: "No hablar ruso". Se abre la puerta de doble hoja. Salen a la zona de embarque. Comienzan a volar las balas y caen más de 50 civiles. Al final de la fase, Makarov mata de un tiro en la cara al infiltrado. "Ahora pensarán que han sido los americanos", dice a la vez que sonríe con malicia.
El resto se puede imaginar. Una guerra ruso estadounidense, con las consecuentes ramificaciones mundiales y la explosión final de una bomba atómica con un pulso electromagnético que provoca la caída de una estación espacial, la muerte de millones de personas y unas ocho horas de diversión y violencia virtual en las que el jugador visita las favelas de Río de Janeiro, un gulag [campo de concentración soviético] en la costa oeste rusa o los estados de Virginia y Washington DC, con símbolos como el Capitolio o el monumento a Lincoln completamente destruidos.
Carlos González Tardón, psicólogo de la universidad de Barcelona experto en interacción entre inteligencia artificial y seres humanos, explica que "aunque la inmersión dentro del juego sea holística, es decir, total, son muy pocas las ocasiones en las que el jugador no es consciente de que está jugando". Asegura que al entrar en un videojuego, que como todo juego es una simplificación y una forma de socialización, aceptamos el código moral interno del programa, pero al apagar la consola, volvemos a las reglas reales. "Quien no lo perciba tiene problemas psicológicos, y daría igual que fuera un libro o una película, el problema es de la persona, no del juego. Un violento no debe ni jugar a juegos violentos ni ver películas violentas", concluye sonriendo, "pero esto es algo lógico".
Los sistemas de clasificación están para evitar que los menores accedan a estos contenidos, pero el desconocimiento de los padres hace que estas advertencias caigan en saco roto. "Por Navidad me gusta ir a las tiendas y ver como compra el público", dice González, "y a los progenitores les llegan sus hijos con un juego que quieren como regalo y ni se miran las advertencias". No es su mundo ni lo comprenden.
"Es cierto que la carga de atención y emoción en los juegos es mayor que en las películas", explica González, "el sistema de recompensas y castigos de los juegos está creado para enganchar. Por eso están empezando a usarlos con fines educativos. Permiten que se mantenga un nivel de atención durante tanto tiempo que parece humanamente imposible". En sus estudios, González graba a videojugadores en el transcurso de las partidas. Mientras que en una situación normal una persona parpadea unas 15 veces por minuto, hay jugadores que ante la pantalla han llegado a cerrar los ojos 3 veces en 15 minutos. "Por eso se da la típica sensación de sentarse a echar una partida de media hora y cuando te das cuenta han pasado tres".
Pero la violencia en las pantallas insensibiliza. Según un estudio publicado en la revista Nature, tras jugar a un videojuego violento se retarda la reacción ante una pelea más de 40 segundos. "La violencia es muy contagiosa, sólo tienes que ver un partido de fútbol, y las reacciones generadas por una cosa tan tonta como un gol", explica el psiquiatra forense José Antonio García Andrade, que ha elaborado los informes del asesino de la catana, el adolescente que mató a toda su familia, y los del rol, dos jóvenes que llevaron la diversión de mesa a la vida real. "Pero también es necesaria, me atrevería a decir que es lo que nos hace libres", continúa, "si no podemos oponernos al que nos ataca, estaríamos siempre en manos de terceros".
"Además, patear un balón y celebrar un gol desestresa muchísimo". "La agresividad en el ser humano es como una olla a presión", concluye González, "necesita válvulas de escape para no estallar, y un videojuego violento, es una buena forma de hacerlo".
UNA HISTORIA DE VIOLENCIA
El primero en levantar polémica fue Death Race, una recreativa de 1976, dos años tras el inicio de la industria del videojuego. El jugador ganaba puntos por atropellar personas de dos pixels que dejaban una cruz en el camino. El programa norteamericano 60 Minutos cubrió la repudia de la opinión pública. A principios de los noventa, el juego de lucha Mortal Kombat fue el primero en crear controversia en España. Los personajes sangraban y los fatalitis, movimientos especiales que podían mutilar al contrario. La siguiente polémica en España fue Carmageddon, el heredero espiritual de Death Race. Carreras frenéticas en los primerizos gráficos poligonales. Arrollar a una embarazada o una anciana era más valioso que ganar la carrera. Gran Theft Auto San Andreas, quinta entrega del simulador criminal, incluía un minijuego sexual desbloqueable con un código descargable por Internet. Al descubrirse, el juego fue retirado de las tiendas generalistas en Estados Unidos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.