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Columna
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La dureza del silencio

Si alguien pierde su intimidad, ¿qué le queda? Más aún, si alguien pierde su secreto ¿quedará ya algo interesante que buscar en él? Esta ha sido la formidable bomba atómica, bomba de neutrones o implosión absoluta que ha significado el magma de Wikileaks. Si la política, la diplomacia, los servicios de inteligencia, los militares y los policías quedan despojados de secretos, ¿qué razón queda para que esas instituciones, ahora desarrapadas, sigan en vigor?

El mundo entero camina, a través de sus meticulosos censos biológicos, la exploración de sus más remotos rincones de riquezas y el blanqueo general del valor (blanqueo de capitales, blanqueo del crimen, blanqueo del arte, blanqueo del sexo) hacia su total exposición y enseguida hacia su desaparición. La exagerada revelación vela la cinta, la foto, la identidad y, a continuación, deshace el sentido que, como es sabido, siempre se halla asentado en el catón oculto de las cosas, excluido de la mirada, de la razón y de cualquier explicación.

Si las instituciones quedan despojadas de secretos, ¿qué razón queda para que sigan en vigor?
La grabación del silencio se ha propuesto como la canción navideña del vacío, el canto de la nada

En el lugar del secreto, en la misma sede que ocupaba el secreto se asienta a continuación la nada. La nada de la política, de la filosofía, de la religión o del proyecto humano, tal como resulta ser el signo de la época. La ausencia del sentido productivo, la holgura de los discursos políticos, la falta de fórmulas cabales para afrontar la crisis, la presencia general del sinsentido de miles de millones de euros, da ocasión a que dos obras de arte, nacidas en los años de la segunda posguerra mundial, se hayan puesto de moda dentro y fuera de la Red.

Dos autores geniales, John Cage y Samuel Beckett, que entonces hablaban a la desolación del mundo mediante el silencio regresan ahora sin decir una palabra ni una nota más, como signo del sinsentido, el no sentido, que han adquirido las cosas.

¿Qué decir, declaraba por su parte George Steiner, tras el ensordecedor aullido humano de los campos de exterminio en la II Guerra Mundial? ¿Qué decir ahora con 400 millones de parados en el mundo?

En 1952, John Cage estrenó en Estados Unidos su pieza 4'33''. La obra consistía en una audición de cuatro minutos y 33 segundos de silencio. Fue grabada en una habitación insonorizada de la Universidad de Harvard y en la audición apenas se escuchaba una suerte de psicofonía que hacía alusión, según su autor, a los sonidos, graves y agudos, procedentes de su sistema nervioso y su corriente sanguínea. Venía a ser, en suma, el sonido de sus sentidos más íntimos, extraídos de la masa corporal y revelando sus voces.

La grabación representaba, en fin, como el Wikileaks de estos días, la expoliación del secreto convencional y su conversión en mercancía a través de los media. Otros músicos quisieron repetir esta experiencia después y la familia de Cage les demandó en virtud del copyright. Es decir, los derechos de autor derivados de haber producido la nada.

Esta experiencia, esta grabación, ha adquirido tanta popularidad ahora que un grupo de internautas británicos se ha propuesto convertirla en la "canción" de las Navidades 2010. La canción navideña del vacío, el canto de la nada. O, incluso al revés, la grabación del silencio, su revelación y la culminación en el vacío.

Pero no solo se trata de Cage. El Centro Andaluz de Arte Contemporáneo dedica estos días una exposición a la "fallida" obra audiovisual de Samuel Beckett. Una de esas obras, efectivamente muda, consiste en el ambular de cuatro personajes sobre un tablero donde atruenan las percusiones inarmónicas y la boca, entretanto, no dice nada.

Tanto el silencio de Cage como el mutismo de Beckett son elocuentes cuando ahora, tanto la música tonal o la palabra entonada, carecen ya de pertinencia. Del mismo modo que entonces estas obras evocaban la trágica afonía de millones de víctimas de la II Guerra Mundial, en estos años en que la crisis general, financiera y no financiera, evoca una III Guerra Mundial, sus referencias regresan.

Occidente no solo clama callado y saturado de paro y destrucción, sino desprovisto de sentido, desmantelado culturalmente ante la demacrada luz del tiempo y abrazado a la contumacia del fracaso como la más dulce forma de ser.

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