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Los caminos que no llevan a Roma

Más dinero y más investigadores producen más ciencia, pero su gestión por el sistema no tiene por qué llevarnos a mejor ciencia

Si bien es cierto que todos los caminos llevan a Roma, no todos los caminos que estamos construyendo en el presente nos han de conducir a este preciado sitio. Si bien es cierto que más dinero y más investigadores producen más ciencia, su gestión por el sistema no tiene por qué llevarnos a mejor ciencia. ¿Y qué es mejor ciencia? La pregunta puede conducirnos a una discusión sofista, así que para reducirla a un planteamiento más directo, me pregunto si sería posible que emergiera hoy en España un premio Nobel en ciencia. Si hace tiempo no creíamos en que España pudiera ganar un mundial de fútbol -y tómese esto como termómetro de la calidad de nuestro sistema deportivo- ¿Por qué podríamos confiar en que la siembra en sabiduría que realizamos en las universidades nos conducirá a un logro intelectual de tan alta calidad? Nuestros estudiantes pueden hablar inglés o pueden aprender matemáticas tan bien como los de Estados Unidos, Alemania o Japón; nuestra materia prima no está limitada genéticamente. Esto se demuestra -y se está demostrando- simplemente poniendo a una persona producida en España en uno de estos países para que lidere ciencia y tecnología punta.

Entonces, ¿podemos actualmente generar un premio Nobel en España en ciencia? Mi respuesta es que no. Y mi respuesta se fundamenta en cuatro pilares entrelazados: (1) El sistema tiene demasiados intereses en las comodidades de las personas individuales y no en la producción científica colectiva; culpa de los investigadores que, abusando de la autonomía de que debe disfrutar la universidad, no tienen intención de salir de un sistema endogámico, a veces hereditario, que obvia sofisticadamente la competición y que, a menudo, hasta prima los incestos intelectuales. (2) Las empresas de servicios que sólo mediante aporías consiguen el tan apreciado título de I+D+i que de esta suerte pervierte la labor tecnológica. (3) Los sucesivos gobiernos que, aun teniendo ejemplos claros de que la calidad de la ciencia de un país repercute de manera directa en su economía, no realizan más que parches y soliloquios electoralistas que son demagogia ante un vulgo que no tiene por qué entender de ciencia pero que tiene derecho a exigir hechos. (4) La sociedad española que, consciente de que la ciencia y la tecnología mejoran la calidad de vida e impiden el esclavismo tecnológico ante las grandes potencias, considera la labor científica como un puro entretenimiento de unos cuantos apoderados de cómodas sillas públicas. (Sillas de por vida, por cierto; ¿Quién entiende que algo intrínsecamente competitivo pueda alentar la ley del mínimo esfuerzo? Iniesta... sienta cátedra pero no tiene silla asegurada de por vida, al menos, deportiva).

Las discusiones sofistas se suceden en los departamentos de las universidades y de los centros de CSIC, o en los café-para-todos que se sirven en las empresas que saben abusar bien del lenguaje. Dejando de lado aquí que estas discusiones nos privan de nuestra labor fundamental ?producir ciencia y tecnología?, las discusiones más suaves terminan echando la culpa al Gobierno del momento y mirando con complejo de inferioridad a las grandes potencias que, en gran parte por méritos propios, disfrutan de mejores condiciones en sus laboratorios. Las más agresivas, acaban echando la culpa a la gente que ostenta el poder en los departamentos sin ver en ello que, a menudo, los participantes de dichas discusiones acaban realizando venganzas caciquiles del mismo estilo cuando se les da la vez. Y las más destructivas acaban condescendiendo con los que piensan que nuestros gobiernos deben sembrar menos en conocimiento para paliar los efectos de, por ejemplo, una crisis.

No, España no quiere mejorar. Ya realizó un progreso social y político importante desde la dictadura y parece cansada tras el esfuerzo. Es mejor entonces que sigamos como estamos: con estudiantes de ingeniera, por ejemplo, que no diseñarán nunca coches o chips, con una sociedad que piensa que los profesores universitarios son gente que, simplemente, sabe mucho de cosas que no sirven para nada, y con unos gobiernos ultraconservadores en materia de ciencia. En el fondo, ¿para qué queremos mejorar si eso nos somete a mayor responsabilidad y tensión internacional?

Roma está lejos para nosotros, habitantes de Hispania, y quizás no queramos usar los caminos que sabemos que nos llevan hasta allí. Eso no es criticable. Sí lo es construir caminos con dinero público para enredarnos y dejarnos donde estamos.

J. Ricardo Arias González es científico del programa Ramón y Cajal

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