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Reportaje:

¿Por qué calló Jaycee?

El silencio y las contradicciones se acumulan en el caso de la niña de California. ¿Qué ocurrió realmente? EL PAÍS recorre el lugar del secuestro

Yolanda Monge

Los perros levantan nubes de polvo al olfatear el seco patio trasero en la búsqueda de restos de cadáveres humanos mientras los agentes del FBI rompen el precinto policial y se llevan una destartalada furgoneta amarilla, propiedad del monstruo, que podría aportar alguna prueba sobre qué pasó hace 18 años. Los vecinos miran. Los que tiene más presencia de ánimo o anhelan la fama salen a la calle y tratan de explicar su versión de los hechos. Los que no tienen palabras sólo corren tímidamente las cortinas y observan -ya no están ciegos- como testigos mudos. Todo es muy sórdido. Lo que sucedió y cómo sucedió.

Porque nadie vio ni oyó nunca nada. Ni un lamento, ni un grito, ni un gemido -de placer o de dolor-. Nada. A pesar de que una niña de 14 años paría junto a las frágiles alambradas de sus casas su primera hija fruto de sistemáticas violaciones. Tampoco nadie supo nada del nacimiento de la segunda niña. Silencio absoluto. Jamás nadie percibió una discusión, un alboroto, un llanto ni, por supuesto, una risa en el número 1554 de la avenida Walnut, en Antioch, a menos de una hora en coche al este de San Francisco (California).

Nadie vio ni oyó nunca nada: ni un lamento, ni un grito, ni un gemido
"¿Cómo puede una mujer ayudar a violar a otra mujer?", dice una vecina
La víctima tuvo acceso a medios como el teléfono e Internet
Ha habido que explicar a las niñas que su padre violó a su madre
Phillip Garrido estaba registrado como un convicto sexual en California
"No nos lo perdonaremos nunca", asegura el sheriff del condado

Ni Jack, el que vive en el 1540 -debido a sus dos piernas amputadas, a veces era asistido por el secuestrador y pedófilo-; ni el señor Confetti, del 1528; ni los Deitricks, del 1523; ni los vecinos del 1537, ni los del 1559, ni tampoco los del 1503... Ninguno supo del horror en el que vivía Jaycee Dugard, raptada en 1991 con 11 años a la puerta de su casa en South Lake Tahoe (sur de California), ante la mirada perpleja e impotente de su padrastro, y recluida y violada durante casi dos décadas por Phillip Garrido y su mujer Nancy -58 y 54 años respectivamente-.

Una culpa no reconocida se ha instalado de forma incómoda en los vecinos de los Garrido, ahora llamados "los monstruos". "¿Cómo lo íbamos a saber?", dice Kathy Russo, hija del señor Confetti y dedicada en cuerpo y alma a atender a la prensa en nombre de su anciano padre -94 años-. "Garrido sabía bien lo que hacía, por eso instaló esas altas vallas y su casa es de las pocas que tiene frondosos árboles". Russo ha colgado un cartel en la puerta de su casa con su número de teléfono móvil. Es la accesibilidad personificada. "No nos queremos esconder, queremos contar que no sabíamos nada", explica esta mujer en la sesentena, que vomitó cuando supo quien era su vecino.

"No sé qué me puso más enferma", prosigue Russo, quien invita amable a acceder a la sombra del porche de la casa debido a que por su cara comienzan a caer gruesas gotas de sudor fruto del sofocante calor. "Si saber que Phil había hecho todas esas cosas que dicen que ha hecho -la señora Russo sigue en estado de negación -¡Y pensar que teníamos nuestras fiestas familiares justo al lado de donde esta chica sufrió tanto!- o pensar que Nancy fue cómplice de todo". Sólo tras unos segundos, Russo se da una respuesta: "Ella es mucho peor que él, ¿cómo puede una mujer ayudar a violar a otra mujer?", se pregunta. "Ella es el verdadero monstruo", concluye.

¿Por qué Nancy Garrido no hizo nunca nada? ¿Por qué no denunció lo que sucedía cuando su esposo fue recluido varios meses en la penitenciaría por violar su libertad condicional en 1993? ¿Por qué esta mujer, enfermera de profesión, cuidadora de ancianos, no advirtió sobre la tragedia a las autoridades? Tampoco levantó la voz la madre de Garrido, Patricia Franzen, 88 años, que, enferma y postrada en la cama, ha convivido con la pareja hasta su detención. Helen Boyer, 78 años y amiga de Franzen desde hace "más años de los que puedo recordar" -acaba confesando que 30- nunca sospechó nada. "Nancy sólo era un poco ermitaña", dice.

Lavado de cerebro; síndrome de Estocolmo -cuando las víctimas sienten compasión e incluso lealtad hacia sus captores-; negación absoluta de la personalidad y necesidad animal máxima de supervivencia en un medio hostil en el que la propia vida -y en el caso de Jaycee, la de sus dos hijas de 11 y 15 años-, estaba amenazada son algunas de las explicaciones que los expertos manejan para intentar comprender por qué Nancy Garrido calló -por determinar está si participó- ante la bacanal de abusos y por qué Jaycee -hoy 29 años- nunca intentó huir a pesar de tener acceso a medios como el teléfono, Internet y correo electrónico.

La esposa de Garrido se ha declarado inocente de los 29 cargos que se le imputan -los mismos que a su marido, entre ellos secuestro y violación- y a través de su abogado se ha definido como "una víctima" del hombre que la psiquiatría define como un "sociópata". Jaycee Dugard está junto a sus hijas -Starlet y Angel- reunida con su familia materna en un hotel sin identificar del condado de Contra Costa. "Hola mamá", le dijo Jaycee por teléfono a quien le dio la vida cuando recuperó la libertad. "Soy yo, Jaycee, y tengo bebés".

"Nos ha reconocido a todos, sabe perfectamente quienes somos y está tranquila", declaró en rueda de prensa Lisa Dugard, tía de las niñas, en la sede del FBI de Los Ángeles. "Estamos impresionados cómo con tan pocos medios Jaycee ha podido educar tan bien a las niñas, que son capaces de reconocer las constelaciones en el cielo", dijo. Su salud es buena, informan desde la oficina del sheriff. Nunca han pisado una escuela o la consulta de un médico.

Han pasado casi dos décadas desde que Jaycee fue apartada de los suyos y recluida en un espacio mísero y cochambroso. El patio trasero de los Garrido encerraba otro patio trasero, el formado por un barracón insonorizado, una tienda de campaña amenazada por los jirones y decenas de plásticos azules tratando de formar cobertizos. Cajoneras atestadas de ropa sucia; bolsas y más bolsas de basura; sillas de tijera polvorientas y descoloridas; estanterías desvencijadas, en una de las cuales hay botes de maquillaje y varios cepillos del pelo; estanterías con libros, entre ellos Ángeles: los agentes secretos de Dios, del reverendo Billy Graham, y, como burla irónica, Un asunto de familia; pinturas de colores y cuentos de Scooby Doo; una lámpara de mesilla a la que llega la electricidad a través de un cable de extensión desde el interior de la casa; una rudimentaria ducha al aire libre; en el tronco de un árbol está clavado un cartel que dice "Bienvenidos".

Ese es el paisaje en el que han crecido las hijas de Phillip y Jaycee. Unas niñas a las que ha habido que explicarles que el padre que creían tener fue el violador de su madre. "Para estas pequeñas su padre sigue siendo su padre", cuenta la psicóloga experta en secuestro de niños JoAnn Behrman-Lippert. "No importa lo que haya pasado, Garrido sigue siendo el único padre que han conocido". "Su captor es a la vez su única y conocida relación", expone en el diario The New York Times el doctor Douglas Goldsmith, un experto en este tipo de casos. No hay blancos y negros. La historia está plagada de grises. "Va a ser muy difícil que logren separar al violador del padre", prosigue. "No sólo hay una víctima", explica en referencia a Jaycee. "Hay tres", puntualiza Goldsmith al citar a las dos hijas.

Hace casi 20 años que Phillip Garrido, el monstruo, salió de compras, como explica Curtis Sliwa, fundador del grupo Ángeles Guardianes, dedicado a combatir el crimen en EE UU. "Buscaba niñas y no paró hasta que encontró a Jaycee", relata uno de los policías que entonces se encargó del caso. Ahora se ha sabido que un día antes de que Jaycee fuera secuestrada, Garrido intentó llevarse a la pequeña. Aquel día se salvó por estar con un grupo de amigos, pero no al día siguiente.

El historial criminal de Garrido se asemeja en grosor a una guía telefónica y se remonta a la década de los setenta. Su primera víctima conocida fue su primera esposa, su novia del instituto. Christine Murphy lleva marcada la cara con una cicatriz recuerdo de una de las muchas palizas a las que fue sometida. "En una ocasión intentó sacarme los ojos con un imperdible".

Murphy sólo descansó y se sintió libre del acoso cuando Garrido fue encerrado por violar y secuestrar a una mujer en 1972. Katie Callaway Hall estuvo en poder de Garrido ocho largas horas en un contenedor en el desierto de Nevada. "Llegué a pensar que estaba muerta", ha relatado la mujer en la CNN. El lugar fue definido por los investigadores como "un palacio del sexo", lleno de utensilios para el placer sexual, alfombras rojas en las paredes y un colchón en el suelo. "Pero a mí sólo me tuvo ocho horas, a la pequeña la ha tenido 18 años".

Hall fue liberada por la policía y Garrido condenado a 50 años de cárcel. Las leyes de entonces hicieron posible que quedara en libertad condicional tras cumplir diez años de pena. Hoy hubiera sido distinto. "¿Cómo puede ser posible algo así?", clama desde su programa en CNN Jane Velez-Mitchell. "¿Cómo pudo ocurrir?", se pregunta también Leland Lufty, el fiscal que puso tras las rejas a Garrido. "Basta con mirar su historial, sus delitos, para saber que acabaría haciendo algo como lo que ha hecho". Garrido cometió otra violación en 1972, en esta ocasión su presa tenía 14 años. Pero la joven nunca quiso declarar y se archivó el caso. Otras diez violaciones y asesinatos pueden llevar el sello de Garrido. Por eso los perros rastreadores de cadáveres olfatean cada milímetro de la casa en la avenida Walnut. Los sabuesos han encontrado un hueso pero pasará tiempo hasta saber si es humano.

Phillip Garrido estaba registrado como un convicto sexual en el Estado de California. Debido a ello pudo haber sonado la alarma en el caso Dugard. Karan Walker vive tres casas más abajo de la de Garrido y supo por internet que su vecino era un pedófilo. "No supe qué hacer", explica, a pesar de confesar que en una ocasión vio a su vecino con "una niñita rubia" de la mano.

En otra ocasión, la libertad de Jaycee y sus hijas estuvo más cerca, pero no lo suficiente. Alguien denunció a la policía haber visto crías viviendo en tiendas de campaña en el jardín. Un agente se personó en casa de Garrido y sin llegar a subir los dos escalones de franquean la entrada le pregunto si era cierto. "Por supuesto que no", diría Garrido. Y la policía se marchó. "No nos lo perdonaremos nunca", asegura el sheriff del condado de Contra Costa, Warren Rupf. Dieron media vuelta y se marcharon.

Hasta el pasado 26 de agosto. Cuando una agente del campus de la Universidad de California en Berkeley sospechó de un hombre que hacía proselitismo junto a dos niñas sin mirada. Estaban muy pálidas, vestidas como de otra época, parecían robots, explicó a la prensa la agente Campbell, que introdujo el nombre de Garrido en la base de datos del FBI y desenmarañó el caso. En pocas horas se desmoronaba la falsa vida construida en 18 años.

El fanático religioso que decía tener una máquina que leía sus pensamientos, hablar con los ángeles y conversar con Dios; el mal cantante enganchado al LSD que grabó CDs cuyas letras ahora parecen anunciar lo sucedido; Phil, el asqueroso, como tildaban sus vecinos al hombre que todos evitaban porque sabían que algo no iba bien; el violador y el pedófilo que robó la infancia de al menos una niña y ha engendrado otras dos con su víctima, no se inmutó cuando se le leyeron los cargos en la cárcel de El Dorado. Su mujer lloró e intento esconder su cara entre las manos. "Alguien debería de pegarle un tiro y acabar con todo esto", dice resolutivo uno de los silentes vecinos de la Avenida Walnut. "Que guarden una bala para ella", sugiere otro. Así el caso quedaría cerrado. Sin más preguntas incómodas.

Jaycee Dugard, en una foto familiar tomada en 1990.
Jaycee Dugard, en una foto familiar tomada en 1990.FAMILIA DUGARD / REUTERS

Una chica educada y amable

Los pocos que reconocen haber visto a Jaycee cuentan que era educada y amable. Se presentaba como Alissa, hija de Garrido, y ayudaba en el negocio familiar -Printing for Less- que consistía en realizar desde casa trabajos de impresión. "Nunca tuve la sensación de que sufriera ningún abuso, yo siempre creí que era la hija de Phillip", explica Janice Gomes, quien encargó tarjetas de visita y folletos en la empresa de Garrido. "En una ocasión tuve que quejarme porque había errores en los textos y Alissa fue muy atenta, dijo que lo sentía y lo solucionó rápidamente", dice Gomes. Eso sí, ella nunca accedió a la casa, se apresura a decir la clienta.

"Phillip cerraba siempre la puerta a sus espaldas cuando salía a entregar los pedidos". Aunque las puertas se abrían a veces, como hace apenas unas semanas, cuando Angel y Starlet asistieron a casa de unos vecinos para celebrar una fiesta infantil de cumpleaños. "Quién lo iba a decir...", reflexiona la madre de una niña. "Parecían chicas normales, les encantaba Hanna Montana, como a mis hijas".

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Sobre la firma

Yolanda Monge
Desde 1998, ha contado para EL PAÍS, desde la redacción de Internacional en Madrid o sobre el terreno como enviada especial, algunos de los acontecimientos que fueron primera plana en el mundo, ya fuera la guerra de los Balcanes o la invasión norteamericana de Irak, entre otros. En la actualidad, es corresponsal en Washington.

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