Persecución de la ballena
Hay una mirada que Philip Hoare no olvidará nunca; una mirada fija, de un solo ojo enorme, sin párpado, casi tan grande como su cara, incrustado en una superficie áspera que tiene algo de roca azotada por el mar y de corteza de árbol. Hace dos años, cerca de las Azores, Philip Hoare, un escritor inglés que vive solo en la misma casa donde nació y que cada día se levanta y se acuesta a la misma hora y hace exactamente las mismas cosas, saltó por la borda de una barca vestido con un traje de submarinista y se acercó nadando a una ballena, un cachalote cuya cabeza enorme sobresalía de la niebla del mar como un gran acantilado. Miró hacia abajo y el azul resplandeciente que se volvía oscuro en la distancia era como el espacio sin límites en el que flota un astronauta. La mole oscura, el acantilado, la roca gigante que ocupaba toda su visión, venía ahora hacia él y si abría la boca podría tragárselo. Pero no podía verlo, porque los ojos de la ballena, cada uno a un lado del cabezón prodigioso, no tienen visión frontal: lo percibía, sin embargo, adivinaba su tamaño y su forma y la distancia que los separaba emitiendo ondas sonoras a la manera de los murciélagos, unos chasquidos cortos y discontinuos como pulsaciones de morse que Philip Hoare escuchaba y sentía vibrar en todo su cuerpo, igual que sentía la respiración de la ballena acompasada con el ritmo del mar. Entonces la cabeza se ladeó con un movimiento extrañamente grácil y la ballena, en vez de embestir, se deslizó a su lado, y durante un segundo que tuvo algo de eternidad el ojo del animal que mediría treinta metros y pesaría más de cien toneladas se encontró con la mirada del hombre frágil y sobrecogido que nadaba a su lado.
'Moby Dick' es la clase de obra maestra que uno siempre cree distraídamente haber leído, envolviendo su ignorancia en el engaño de la familiaridad
No era la mirada mansa y adormilada de una vaca, ni la de un caballo o un perro: transmitía una inteligencia aguda, pero también insondable, una inteligencia que tiene que ver con nosotros pero que no es del todo de este mundo. Las ballenas existen en otro universo, escribe Hoare; alienígenas que habitan vastos océanos más desconocidos para nosotros que la superficie de la Luna. La ballena es el único animal que pertenece al mismo tiempo a la historia natural y a la de la novela; a la biología y a la literatura fantástica. Algo debe de haber en esa criatura inverosímil para haber inspirado lo mismo el relato bíblico del Libro de Jonás que las aventuras de Simbad o el cautiverio melancólico de Pinocho y de su padre adoptivo Gepetto; y para impulsar a Herman Melville a escribir una novela sobre una cacería tan obsesiva y catastrófica que acabó convirtiendo en obsesión y catástrofe la misma novela y hasta la vida del que la escribía.
Moby Dick es la clase de obra maestra que uno siempre cree distraídamente haber leído, envolviendo su ignorancia en el engaño de la familiaridad: la ballena blanca, la demencia de Ahab, los símbolos evidentes, etcétera. Yo me puse a leer Moby Dick hace unos años creyendo que la conocía y descubrí una novela imposible, lóbrega, que unas veces era un relato de aventuras y otras una enciclopedia compilada por un loco, que venía tempestuosamente de la Biblia y de Shakespeare y parecía anticipar a Conrad y a Joyce, que se perdía en divagaciones más bien impenetrables y emergía luego en largos pasajes luminosos; una novela sobre una mente trastornada que tenía algo de trastorno ella misma; que quería atrapar la forma de un animal inconcebible y cobraba la forma de ese mismo animal; y que le afectaba a uno físicamente, lo mareaba, lo enaltecía como a los marineros que escuchan los desvaríos oratorios del capitán Ahab; lo intoxicaba al sumergirlo en escenas larguísimas de una crueldad literalmente sanguinaria que va más allá de las matanzas de La Odisea o del paroxismo caníbal de Tito Andrónico: las arterias cortadas de una ballena anegando a los marineros en torrentes de sangre; el mar hirviendo de tiburones que se matan entre sí compitiendo por los despojos de la ballena recién descuartizada.
En Moby Dick hay una pulsación de fiebre, un malestar de pesadilla. La cacería vengativa de la ballena blanca arruinó la vida del capitán Ahab y la escritura de la novela tuvo un efecto destructivo en la vida de Melville, al depararle un fracaso del que nunca se recuperó. Hace un par de años Juan Bonilla tradujo para Seix Barral la biografía de Melville de Andrew Delbanco. Leyéndola se ahogaba uno en la tristeza de una existencia condenada a la fatalidad y a la sombra después del esplendor de unos pocos viajes por el mar y de uno o dos libros juveniles de éxito. Después de Moby Dick y de la biografía de su autor uno queda baldado y convaleciente de tanta fiebre obsesiva, de tanta pesadumbre.
"Quien lucha con monstruos ha de tener cuidado de no convertirse en un monstruo también él": la cita de Nietzsche acabo de leerla en un libro de Philip Hoare en el que he vuelto a encontrarme con Melville, con su novela, con la existencia prodigiosa de las ballenas, con la historia de sus cacerías, con la literatura y las investigaciones científicas consagradas a ellas. Inevitablemente, Philip Hoare es otro obsesivo, aunque parece haber eludido por ahora el maleficio del monstruo. Su libro, Leviathan, or The Whale, en lugar de arrastrarlo a la demencia o al infortunio, acaba de ganar las veinte mil libras del Premio Samuel Johnson de la BBC, lo cual ha sido, dice Hoare, como dar dinero a un drogadicto: piensa invertirlo en más viajes a los antiguos puertos balleneros de New Bedford y Nantuckett, en más travesías e inmersiones en busca de ballenas.
Philip Hoare ha aprendido de Bruce Chatwin y de J. G. Sebald la libertad suprema de la escritura como divagación, que en el fondo viene de los orígenes de la prosa, porque es así como escribía Herodoto: contar en primera persona un viaje en busca de algo y divagar o desviarse por las conexiones que van apareciendo, que pueden llevarlo a uno a hallazgos inesperados, en el mundo real y en los libros, en las películas, en los recuerdos. Siguiendo los pasos de Herman Melville y los de las ballenas de la literatura y de la historia natural Hoare traza el hilo de su propia vida, desde el niño que tiene miedo del agua al hombre de cincuenta años que nada en el Atlántico para encontrar el ojo de cíclope de un cachalote, y descubrir que ese otro ser inconcebible es un semejante. El mundo moderno se construyó sobre hecatombes de ballenas, igual que sobre bosques arrasados y sobre océanos de bisontes perseguidos hasta la aniquilación, y sobre exterminios de pueblos de los que no quedan ni los nombres. Philip Hoare nada como un astronauta en el mar buscando en las ballenas la posibilidad de supervivencia de un mundo no destruido por la ambición humana. Pero ahora sabemos que el impulso demente de Ahab, como el de los cazadores modernos que disparan arpones con puntas explosivas contra los últimos ejemplares de especies de ballenas casi extinguidas, no es la codicia, sino la autodestrucción.
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