Leyendo al sol
El verano es la estación más larga del año. Las otras tres transcurren en apresurados quehaceres para los que nunca alcanza el tiempo, y mis lecturas de otoño a primavera parecen ir restringiéndose de más en más, como imitando las horas invernales. En abril leo poesía y relatos; en octubre, resúmenes de historia y biografías breves; en diciembre, los aforismos presocráticos y las greguerías de Gómez de la Serna. En verano, en cambio, mis espacios de lectura son largos y más lentos.
Es que, en proporción inversa a mi energía física, con el calor, mi energía mental parece aumentar considerablemente. Soporífico pero lúcido, me transformo de lector activo en lector pasivo, me dejo llevar por el detenido encanto de aquellos libros que tienen algo de paquidérmico y haragán, soy capaz de prestar atención al reposado deshilvanar de una rocambolesca y espaciosa saga. En estos días letárgicos en los que todo movimiento es castigado con sudor y falta de aliento, adopto la actitud de la hermana de Sharazhad: me siento y dejo que cuenten cuentos, sin premura y con lujo de detalles. No es casual que la literatura naciese en Mesopotamia, el país del eterno verano.
La juventud de Madame Bovary durante sus agostos en Tostes, los tórridos amores de Lady Chatterley en su jardín
El verano es la estación de los novelistas olvidados. Olvidados no porque no se los conozca, sino porque nadie los lee, fuera de las obligaciones escolares. Qué placer, por ejemplo, volver al siglo diecinueve e internarse despaciosamente en las ochocientas páginas de Middlemarch, de George Eliot. Qué experiencia enriquecedora, la de tomarse el tiempo de conocer a la talentosa, bien intencionada, trágica Dorothea Brooke y a los complejos ciudadanos de Middlemarch. Y qué recompensa (que sentimos merecida) la de llegar después de muchos días a las últimas palabras del libro: "El bien creciente del mundo depende en parte de hechos que no son históricos, y la razón por la cual las cosas no andan tan mal para ti y para mí se debe en buena medida a quienes han vivido fielmente una vida discreta, y descansan en tumbas que no visita nadie".
Qué delicia recorrer setecientas
páginas de la mano de Pío Baroja a través de Las ciudades, su trilogía genial y tan poco leída. César o nada, El mundo es ansí y La sensualidad pervertida son novelas en las que el autor prima sobre los personajes y los personajes priman sobre la acción, de manera que el ritmo de la narración se profundiza y se amansa. Pío Baroja no puede ser leído a los apurones: es, por tanto, un ejemplar escritor de verano quien, en mi recuerdo, queda asociado al olor del pasto recién cortado y al zumbido de los mosquitos.
Qué revelación, descubrir al mundo uno de los más altos narradores checos de nuestro tiempo, Josef Skvorecky, y devorar las seiscientas páginas de su novela El ingeniero de almas, obra que su autor describió como "un entretenimiento sobre los viejos temas de la vida, las mujeres, el destino, los sueños, la clase obrera, los agentes secretos, el amor y la muerte", y que Milan Kundera (lector exigente) llamó "un jalón excepcional de nuestra historia".
Pero no sólo el grosor de un libro conviene a la modorra del verano. Para darle tiempo al cerebro, también los acertijos, los problemas de lógica, los misterios, son excelentes comodidades estivales. Los esnobs de la literatura desdeñan la novela policiaca; no recuerdan (o no quieren recordar) que novelas policiacas son también Crimen y castigo, de Dostoievski; Thérèse Raquin, de Zola; Extraña confesión, de Chéjov, por no mencionar a Hamlet y a Macbeth. Entre mis preferidas están Asesinato al sol, de Agatha Christie; Los anteojos negros, de John Dickson Carr, y Así fue asesinado Adonis, de Sarah Cadwell -todas las cuales transcurren en verano-. Pero la novela policiaca que suelo regalar a los amigos que se van de vacaciones es Rosaura a las diez, de Marco Denevi. Para decirlo con pocas palabras: Rosaura a las diez es una obra maestra. Una colorida pensión de familia, un melodrama magistralmente misterioso, una coincidencia que no puede explicarse como tal, una tragedia contada a cuatro voces, al estilo de Rashmon, todo eso contribuye (pero no explica) su encanto. Existe un club de amantes secretos de Denevi, como existió alguna vez uno de amantes secretos de Kafka o de Chesterton; quienes deseen formar parte deben apurarse a hacerlo, ya que es obvio que las grandes masas lectoras (si no son un invento de las editoriales) no tardarán en declarar que Denevi les pertenece. Por el momento, sus pocos devotos pueden ofrecerse el pecaminoso placer de disfrutar de lo que los franceses llaman "literatura confidencial".
Otro género que conviene al verano es el de los cuentos. En invierno también los leo, claro está, pero uno a la vez, con discreción. En verano, en cambio, en una larga y perezosa tarde puedo acabar con un libro de cuentos tras otro que luego, en mi imaginación o mi recuerdo, componen un extraño mosaico narrativo. Propongo al lector descubrir tres notables cuentistas argentinos de mi generación que desde (¡ay!) ya varias décadas no es la más joven: Juan José Hernández, El inocente; Liliana Heker, Los bordes de lo real; Edgardo Cozarinsky, La novia de Odessa; Isidoro Blaisten, La salvación.
Otro género adecuado al verano
es el de las novelas históricas. "El pasado", dijo L. P. Hartley en El mensajero (otra novela espléndida que también transcurre durante los meses de calor), "es una tierra extranjera; allí las cosas ocurren de otro modo". Es por esa atracción por lo desconocido, quizá, que nos atraen ficciones situadas en la Palestina antigua, en el siglo dieciocho, en la corte de Prusia. Recomiendo las siguientes: Enrique López Sánchez, Sansón o El jardín del asfódelo, que narra, con ingenio y lucidez, la tragedia del héroe bíblico; Penelope Fitzgerald, La flor azul, una perfecta recreación poética de la vida de Novalis; Wolfgang Hildesheimer, Marbot, la invención de un personaje contemporáneo de Mozart para servir de testigo a toda una época.
Empecé sugiriendo novelas gordas. Acabaré con novelas de cintura más modesta. Si tuviera que preparar una de esas "maletas de lectura" que los exploradores ingleses del siglo diecinueve cargaban consigo en sus excursiones a las entrañas de África o al Polo Norte, estas seis novelas formarían parte del equipaje, por su originalidad, por su encanto, por su inteligencia, por su asombroso conocimiento del corazón humano: David Malouf, Una vida imaginaria, donde se narra el exilio de Ovidio en las selvas de Tumis y su encuentro con un niño salvaje; Moacyr Scliar, El centauro en el jardín, la crónica de la vida y los amores de un centauro judío nacido en el sur de Brasil; J. L. Carr, Un mes en el campo, la historia de un hombre traicionado que encuentra en una antigua pintura mural la secreta historia de otro, que es su reflejo; Sadedh Hedayat, La lechuza ciega, la extraordinaria novela de un Kafka iraniano sobre un hombre obsesionado que hace realidad sus propias pesadillas; Ronald Firbank, Las excentricidades del Cardinal Pirelli, una escandalosa y desopilante comedia gay de los años veinte; Vlady Kociancich, Últimos días de William Shakespeare, las divertidas aventuras de un crítico teatral envuelto en las maquinaciones de una revolución cultural latinoamericana.
Cuenta Jaime Gil de Biedma en uno de sus poemas cómo, una tarde, haciendo el amor en un pinar arenoso, descubrió que estaba siendo espiado por un muchachito atónito y cómo, al cabo de tantos años, aquel amante que el poeta alguna vez fue, seguiría siendo joven para siempre en el recuerdo de un desconocido. Así es con los libros. La juventud de Madame Bovary durante sus agostos en Tostes, el paseo estival al faro prometido al hijo de la señora Ramsay, los tórridos amores de Lady Chatterley en su jardín, la calurosa tarde en la que el señor Sorel tiró el libro de su hijo Julien al río, se fijan en nuestra memoria como si fueran momentos de nuestra propia vida, componiendo un solo intenso y maravilloso verano que no acaba nunca, y que vuelve a repetirse, año tras año, cada vez que, como el muchachito de Gil de Biedma, espiamos sus intimidades entre las páginas de un libro.
Un reencuentro con...
Middlemarch. George Eliot. Traducción de José Luis López Muñoz (Cátedra, Alba y Debolsillo).
El ingeniero de almas. Josef Skvorecky. Traducción de Isabel Núñez y José Aguirre (Circe).
Crimen y castigo. Fiódor Dostoievski. Traducción de Rafael Cansinos-Assens (Planeta).
Rosaura a las diez. Marco Denevi (Alianza).
El mensajero. L. P. Hartley. Traducción de José Luis López Muñoz (Pre-Textos).
Sansón o el jardín del asfódelo. Enrique López Sánchez (Brand).
La flor azul. Penélope Fitzgerald. Traducción de Fernando Borrajo (Mondadori).
Una vida imaginaria. David Malouf. Traducción de Jordi Fibla (El Aleph).
El centauro en el jardín. Moacyr Scliar. Traducción de Mirian López Moura (Swan).
Un mes en el campo. James Lloyd Carr. Traducción de José Manuel Benítez (Pre-Textos).
La lechuza ciega. Sadeq Hedayat. Traducción de Teresa Gallego e Isabel Reverte (Siruela).
Thérèse Raquin. Émile Zola. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia (Alba).
Hamlet. William Shakespeare. Traducción de Luis Astrana Marín (Espasa).
Las ciudades, título de la trilogía, de Pío Baroja, reunida en la editorial Alianza.
Los títulos de cada uno de los volúmenes de la trilogía son: César o nada (Debate), El mundo es ansí (Espasa), La sensualidad pervertida (Círculo de Lectores).
El amante de Lady Chatterley. D. H. Lawrence. Traducción de Andrés Bosch (Planeta y Mondadori).
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