Comeos los unos a los otros
Escritores y pintores mastican, digieren y regurgitan el oscuro mito del canibalismo
Me cuenta un amigo que a los ocho años lo llevaron a ver una obra de teatro basada en la historia de Sweeney Todd, el barbero caníbal, y que el espectáculo le produjo fascinación, pero en realidad no por el villano y sus suculentos pasteles de carne humana, sino más bien por un brillante tren rojo que se movía al fondo, como parte de la escenografía. Debo confesar que coincido con él; a mí tampoco me atraen las representaciones de gente comiendo gente. El pleno significado del mito, y su magnetismo en el terreno del arte, parecen residir más bien en el canibalismo temido, presentido, aborrecido o aun deseado, pero que no llega a realizarse, tal como quedó establecido en aquella última cena durante la cual Jesús de Nazareth repartió el pan y el vino anunciando, éste es mi cuerpo y ésta es mi sangre, con lo cual oficializó el paso del canibalismo puro y duro al canibalismo evitado, o simbólico. Desde entonces el conjuro ha sido tan asumido por la humanidad, que hoy hasta un fiero anticristo como Marilyn Manson lo repite, con ronroneos de ultratumba, en una pese a todo dulce tonada que tituló Eat me, drink me (Cómeme, tómame).
La ejecución propiamente dicha del acto caníbal presenta un problema adicional, casi insoluble, cuando se la lleva al arte: es sumamente aburrida
Para entrarle a la antropofagia, más vale que sea de soslayo. Apenas como posibilidad espeluznante que se asoma, y enseguida se aleja
La ejecución propiamente dicha del acto caníbal resulta inmunda, o sea, sucia y obscena, pero sobre todo privada de mundo, según la acepción original del término. Y presenta un problema adicional, casi insoluble, cuando se la lleva al arte: es sumamente aburrida. Obedece a un esquema repetitivo de apetito ambiguo, amor perverso o sed de venganza que van in crescendo por tortuosos caminos hasta que sucede lo que desde el principio sabíamos que iba a suceder: alguien se come a otro alguien, y ya. Decepcionante anticlímax, aunque se trate de El perfume, de Suskind, historia en clave de ese otro anticristo, Jean Baptiste Grenouille, mitad monstruo, mitad redentor a quien despresa y devora una fervorosa multitud hambrienta de amor, en un final abigarrado y poco afortunado para una novela que había empezado tan bien.
En mi opinión, el tema tampoco funciona en un relato por lo demás soberbio como es El Club de los Gourmets, de Junichiro Tanizaki, el onírico recorrido de un selecto grupo de sibaritas mortalmente aficionados a la comida que van buscando platos cada vez más exquisitos, nuevos y maravillosos sabores y raros hallazgos -sopa de tortuga de caparazón blando, lubina de mar de Sungari, panza de cerdo en soya a la Tung-po-, hasta llegar al bocado supremo... que desafortunadamente adivinamos: los gordos tragaldabas se zampan a una chica (frita en tempura). ¿Y eso era todo? Hasta ese momento parecía que fuera mucho más, locura furiosa, o pacto de muerte, o ansiedad metafísica a todo vapor. Pero el canibalismo no perdona; desinfla cualquier trama.
La cosa se pone todavía más grave si un autor comete el desatino estilístico de narrarnos los engorrosos y previsibles detalles de cómo el victimario, después de engullir un poco -todo sería una embuchada-, se desembaraza de los restos del comido. Para la prueba, El sabor de un hombre de la novelista croata Slavenka Drakulic, donde la protagonista ejecuta un sangriento ritual más o menos erótico donde el fiero pasto (o alimento cruel, como lo llama Dante) es su pobre amado, y después tiene que pasarse páginas y páginas dándole trapo a un departamento vuelto un chiquero.
O sea que para entrarle a la antropofagia, más vale que sea de soslayo. Apenas como posibilidad espeluznante que se asoma, sacude a la bestia que hay en nosotros y enseguida se aleja, antes de que aquélla despierte del todo. Por eso, entre los antropófagos prefiero los dados a comerse las uñas, esa tímida pero obstinada propensión a la auto ingestión. Frente a la tribu carnívora que asa al enemigo y se lo come entero, prefiero a la tribu vegetariana que se contenta con la planta de los pies, la palma de las manos y la flora intestinal.
Otro de mis favoritos es ese Conde Ugolino de la Divina Comedia, que se ha comido a sus hijos y a sus nietos y a quien Dante desde luego condena al infierno. Pero aquí viene el quiebre que le pone sal a la historia: de todos los círculos infernales, Dante escoge a Antenora para confinarlo, siendo Antenora el lugar reservado para eterno castigo de los traidores. Los datos históricos echan luces sobre el porqué de esta decisión: en la vida real Ugolino, siendo güelfo, jugó a favor de los gibelinos, por lo cual los suyos lo encerraron hasta la muerte junto con sus descendientes en la llamada torre del hambre, en Pisa, escenario que le sirve a Dante para montar esa magnífica escena en que los jóvenes se le ofrecen al anciano conde: "Padre, menor será nuestro dolor si tú nos comes: tú nos vestiste estas míseras carnes, tú tómalas ahora". Ugolino sólo acepta la amorosa oferta en medio de su duelo, cuando ya los demás han muerto de inanición, porque "más que el dolor, pudo el ayuno". Al condenarlo por alta traición política contra los güelfos y no por entrarle a mordiscos a los restos de su progenie, Dante reconoce tácitamente que el conde ha incurrido en una oblicua modalidad de canibalismo que podría pasar por moralmente aceptable, en el mismo sentido en que la entendería Montaigne siglos después, al desafiar los prejuicios imperantes afirmando que era más atroz que los civilizados de la Inquisición torturaran a los vivos, a que los salvajes del Nuevo Mundo se comieran a los muertos. La clave en el canto de Ugolino es, pues, la traición, y no el canibalismo. Ugolino, o el canibalismo soslayado.
También es fascinante el proceso mediante el cual Shakespeare parece haber llegado a la conclusión de que se extrae más sustancia artística del tabú del canibalismo que del canibalismo mismo. En su Titus Andronicus, esa tragedia que por aparatosamente sangrienta parece más bien una farsa, las violaciones, los crímenes y las mutilaciones son los eslabones de una cadena de venganzas que termina en canibalismo -el desquite más brutal que se pueda concebir, la retaliación extrema, como lo llamó Montaigne-, cuando Titus engaña a la reina Tamora y la hace comer de un cocido hecho con la carne de sus propios hijos. Años después aparece Hamlet, otra tragedia de venganza que de haber cumplido con el previsible patrón tradicional hubiera podido terminar en un banquete similar. Pero aquí Shakespeare, en un golpe de genialidad, hace que el joven príncipe se niegue a vengar a su padre, con lo cual el drama rompe con el esquema prototípico, deja de lado la secuencia lineal del ojo por ojo y desemboca en el terreno más hondo, complejo y contemporáneo de las vicisitudes internas del personaje. Hamlet, o la fuerza del canibalismo evitado.
Ni qué decir de las delicias del canibalismo deseado. En El silencio de los inocentes, ¿quién no se enamoró, al igual que Clarice, del pulquérrimo Hannibal Lecter? Todos fuimos caníbales en esa escena final, apenas insinuada, en la que Lecter anuncia, refiriéndose al aborrecible médico de la prisión, I'm having an old friend for dinner, frase que en inglés tiene un doble significado: "Voy a comer con un viejo amigo", y también "Me voy a comer a un viejo amigo".
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