El Chéjov del Mapocho
SI SE PUDIERA resumir en un solo nombre las pasiones, desvaríos y aspiraciones de la narrativa chilena, ese nombre sería sin duda el de José Santos González Vera. No es que este funcionario anarquista sea el mejor escritor chileno, pero es sin duda el que mejor encarna un cierto ideal, una cierta estética del extremo sur del mundo. Una tradición literaria que va de Federico Gana a Adolfo Couve pasando por los primeros libros de cuentos de Jorge Edwards y José Donoso.
González Vera es el representante quinta esencial de una visión de la literatura en tono menor, cuidadosa siempre de no decir demasiado, de crear una cómplice sonrisa socarrona con sus lectores. Las obras completas de González Vera caben en un volumen de menos de quinientas páginas. Cada frase de ellas ha sido profundamente pensada y meditada. En vida del autor cada edición de sus libros era cuidadosamente "corregida y disminuida" por éste. La conciencia de este hijo de policía, que aprendió el oficio de escritor entre zapateros y mozos de cuerda, se prohibía a sí mismo cualquier gesto de vanidad literaria, cualquier digresión egocéntrica, cualquier de eso que él llamaba las canciones egoístas.
A propósito de la obra del escritor chileno José Santos González Vera
En pocas páginas y pocos libros González Vera recorre sin embargo la mayor parte de los temas y tonos de la narrativa chilena: la decadencia del campo chileno, la desesperación en los barrios bajos de la ciudad, y la propia conciencia del escritor, el todo siempre descrito en una voz baja y queda.
Cuando era muchacho, la obra maestra de González Vera, es el retrato de un niño y de un joven -el propio José Santos González Vera- que fue desde el vientre materno un adulto. La protagonista de estas incontables aventuras picarescas, contada en tono de epigrama, es un rebelde que rechaza la educación escolar, que deja toda suerte de trabajos y patrones para encontrar, primero en la hermandad del anarquismo y después en la literatura, una razón para vivir. Pero al mismo tiempo habita en el rebelde un alma contemplativa, sabia y más bien conservadora y moderada, que se involucra en las pasiones de su tiempo y país sin dejar de mirarlos desde la discreta distancia de un humor de clara raigambre inglesa.
En el libro estas dos almas, la del rebelde y la de contemplativo, se engarzan uno en el otro continuamente para terminar por decantar en un estilo. Una escritura de la experiencia, de la vida concreta, palpitante, real, mirada siempre bajo el cedazo de un humor distante, de una sintaxis cruelmente precisa que no se permite ni un solo traspié ni desvío. Un Azorín con sentido del humor, un Pío Baroja sin rabia contenida, un Chéjov a la chilena que sueña inútilmente con convertirse en un Gorki del fin del mundo.
González Vera descree de toda aventura, de todo discurso, sólo cree en los hombres, amados justo en su debilidad, y sus manías. En Cuando era muchacho, nos entrega innumerables retratos de diez líneas o dos páginas de zapateros, linotipistas y escritores tísicos. Uno de ellos es un Neruda de dieciséis años que lo aloja a un relegado González Vera en la casa de sus padres. "Cuando Neruda era pequeño, le daban un libro al revés y lo leía de corrido. Asimismo, sumaba velozmente toda suerte de cantidades sin inquietarle la exactitud".
No hay en Cuando era muchacho, como en ninguno de los libros de González Vera, florilegios y complejidades teóricas, y sí una gran preocupación por ser ameno y cercano. Leerlo es sin embargo un trabajo no siempre fácil. La concentración absoluta de esta prosa sin desborde ni delirio, reseca la garganta del lector. El nulo sentido por la trama y el suspenso de González Vera nos hace abandonar una y otra vez el libro después de asombrarnos con un capítulo, una página, una observación siempre fresca, nueva y perfecta. Cuesta seguir a un autor que evita como la peste los grandes murales, las grandes metáforas, las visiones totalizadoras del mundo o del arte. Un autor que, como indica el nombre de su primer libro, dedicó toda su vida a escribir vidas mínimas. Entre las cuales, la propia.
Un crítico quiso demoler alguna vez al autor de Alhue, calificando su literatura de chaplinesca. Es en verdad esta mezcla de acerada crítica social, y humor tierno y cómplice tan propia de Charlot lo que le queda en la memoria al lector de José Santos González Vera después de terminar cualquiera de sus libros. El sueño de una literatura muda y en blanco y negro donde los vagabundos hacen de pura hambre bailar como en un ballet dos pobres mendrugos de pan.
Rafael Gumucio (Santiago de Chile, 1970) es autor de títulos como Memorias prematuras (Debate) y Páginas coloniales (Mondadori).
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