El niño muerto
La noticia de que había muerto corrió como la pólvora por el barrio de San Esteban. Todo el mundo estaba al tanto de su enfermedad, pero si le preguntaran a uno ahora, más de medio siglo después, de qué murió, no sabría decirlo. Seguramente de miseria, de frío, de ignorancia. Recuerdo cierto día que mi padre le decía a mi madre, en voz baja, como si pudieran oírle: "Mira, ahí va otra vez; pobre hombre". Había en su voz una infinita compasión. Mi madre debía de saber ya de quién hablaba, porque dejó lo que estaba haciendo y se asomó a la ventana. Les vi a los dos mirando atentamente hacia la calle, en silencio. Era muy temprano, una de esas mañanas de invierno en León, negras, frías, con niebla, en las que lo más fácil de todo es morirse. Recuerdo que pregunté: "¿Quién?". En realidad cuando un niño pregunta ¿quién? está preguntando al mismo tiempo ¿qué?, ¿cómo?, ¿por qué?, quiero decir que no hay ni una sola pregunta de un niño de cinco o seis años, los que yo debía de tener entonces, que no persiga la comprensión completa y súbita del mundo. Me subieron a una silla y me mostraron a un hombre joven que llevaba en brazos, envuelto en una manta, a una criatura de corta edad. Me explicaron en pocas palabras que aquel hombre llevaba a su hijo al ambulatorio cada vez que este tenía una crisis, lo que podía suceder a cualquier hora del día o de la noche. Los médicos no dieron con lo que tenía y un día ese niño se murió.
La estampa de aquel hombre con el niño envuelto en las toquillas, a veces bajo la lluvia, corriendo al alejado ambulatorio, había llegado a hacerse familiar en los contornos y no hubo nadie a quien no se le partiese el alma al conocer su muerte, y eso en un momento en el que, como digo, la gente se moría de un día para otro sin que eso llamara mucho la atención, acaso porque la guerra tampoco había acabado del todo. De hecho, había entierros en la ciudad a diario, unas carrozas fúnebres imponentes, monumentales, tiradas por unos pencos tristes a los que les ponían en la cabeza unas plumas negras y apolilladas, por no hablar de aquellos curas funéreos que, precedidos de un monaguillo y una campanilla, se abrían paso en las calles llevando la extremaunción a decenas de moribundos a todas horas, en todas partes.
Lo inaudito de la muerte de aquel niño no fue, pues, propiamente su muerte. Lo extraño fue el deseo de su padre de que acudiesen a su casa todos los niños del barrio a despedir a su hijo, así que allí fuimos todos, después de la escuela. La estampa del padre, sentado y vestido como un tanguista en una silla de enea al lado de la caja blanca, contrastaba con la nuestra, no diré que festiva pero sí jovial, una actitud que al padre lejos de importunarle o irritarle, parecía servirle de gran consuelo, como si su hijo siguiera viviendo en nosotros, y nuestros bríos incontenibles fuesen los de su hijo, de haber seguido vivo.
Fue aquel mi primer muerto. Pese a tener uno o dos años lo habían vestido con traje y corbata. El traje le venía grande y no se le veían más que las puntas de los dedos. Tenía los mofletes hinchados, como un jarro de Talavera, y el rostro extremadamente blanco, y un poco azulado, cianótico. No lo conocía, pero a su lado recuerdo que me hice de un modo vago esas preguntas, ¿qué?, ¿cómo?, ¿por qué?, para las que 50 años después aún sigue uno sin encontrar respuesta.
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