La hora de los mamporros
Perfecto cineasta para la generación del déficit de atención, Michael Bay irrumpió en escena proponiendo un nuevo modelo de espectáculo, envuelto en atronadores efectismos, que parecía certificar la muerte de la narrativa: su estilo fragmentario, sus intoxicaciones publicitarias y su arrogante apuesta por una superficialidad orgullosa de sí misma irritaron al grueso de la crítica y alienaron a ese sector del público formado en otras formas de la súper-producción. Nadie hubiese podido prever lo que Transformers parece confirmar con la rotundidad impropia de los espejismos: que Michael Bay se ha convertido, definitivamente, en un clásico contemporáneo y que, quizás, la revisión retrospectiva de sus títulos anteriores pueda acabar proporcionando alguna que otra sorpresa inesperada.
TRANSFORMERS
Dirección: Michael Bay. Intérpretes: Shia LaBeouf, Tyrese Gibson, Megan Fox, Jon Voight, John Turturro. Género: Ciencia-ficción. Estados Unidos, 2007. Duración: 144 minutos.
Último -y más aparatoso- eco de ficción de una línea de juguetes que fusionó en su origen épica americana y tecno-filia japonesa, Transformers es como el bullicioso cuento infantil que un híper-musculado portero de discoteca le podría contar a su hijo adepto al tunning pre-escolar: una virtuosa filigrana hecha de ruido y furia, donde el apabullante sentido del espectáculo logra sublimar una historia declaradamente chorra. Cuando las súper-producciones último modelo no parecen atender otra lógica que la del videojuego, ni otra ética que la puramente cuantitativa, Bay se revela, felizmente, como un autor casi anticuado: alguien capaz de creer, aún, en los valores de las líneas de diálogo cortadas a cuchillo y de los personajes secundarios forrados de efímero carisma. El papel de Steven Spielberg en la producción es significativo: Transformers es el punto de encuentro entre un antihéroe adolescente de una producción Amblin de los ochenta -el emergente Shia LaBouef- y la vehemente recreación ritual del Apocalipsis según Bay.
Rindiendo tributo al origen híbrido del producto inspirador -esos robots transformistas con alma de G.I. Joe y percha de Mecha-, la película hermana la retórica macarra del director de Armageddon (1998) con el sentido coreográfico del cine de artes marciales. Y en ese choque frontal de registros logra algo inusual: la reinvención de todo un subgénero. Transformers agarra la tradición del kaiju eiga -las películas japonesas de monstruos colosales-, la mastica hasta convertirla en chatarra y la escupe transformada en una forma inédita de belleza: Bay rueda las batallas entre sus ciclópeas criaturas a pie de caos, a vista de peatón y sin que se noten las costuras digitales. El salto cuántico entre el recuerdo nostálgico de ese subgénero poblado de maquetas y actores disfrazados y lo que ofrece Transformers salva la distancia imposible que podría haber entre un susurro y una explosión nuclear.
Rematada con un clímax que tiene que ser visto -y experimentado- para ser creído, Transformers se plantea, en la mitad de su tramo, un tour de force bufo que, desde ya, debería figurar en todas las antologías de la comedia: una escena de puro vodevil con robots gigantes intentando esquivar miradas inoportunas. Toda una apuesta de riesgo, en estado puro.
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