¿Qué bello es vivir?
Entiendes el deseo de cambiar de aires de directores relativamente jóvenes que han tenido éxito practicando el mismo género, su necesidad de contar otras cosas y de otra forma, huir de las fatigosas etiquetas, intentar hacer reír a esos espectadores que antes se habían conmovido con sus dramas. Le ha ocurrido al norteamericano Tom McCarthy, penetrante y magnífico retratista de soledades que anhelan un respiro, el calor de otra gente tan perdida como ellos y abandonar momentánea o perdurablemente su ingrata isla en Vías cruzadas y en The visitor. Y acudes con ilusión a su intento de comedia humanista en Win Win. Ganamos todos. Pero resulta que tiene escasa gracia, que todo es tan bienintencionado como blandito. Fatih Akin había descrito con potencia trágica, densidad emocional, realismo y tono sombrío en Contra la pared y Al otro lado el tormento de algunas personas, descendientes de familias turcas que emigraron a Alemania, para encontrar su lugar en el mundo. Sin embargo, en Soul kitchen, que cuenta las venturas y desventuras del laborioso dueño de un restaurante y sus marginales y pintorescos amigos, pretende ser irónico, ágil, hilarante y amable, pero sus pretensiones de divertir se quedan en poquita cosa.
Hay sobredosis de ternura y una presunta comicidad en 'Silencio de amor'
La última decepción en esos tránsitos de género se titula Silencio de amor y la firma Philippe Claudel. Este señor es el autor de Hace mucho que te quiero, una película tan dura como emocionante. Narraba la inconsolable depresión de una mujer que ha pasado muchos años en la cárcel y a la que la libertad no le sirve para abandonar su condición de muerta viviente. Su pasado está marcado por la pérdida, el espanto, el sentimiento de culpa que generan decisiones tan inaplazables como dolorosas. Esa desolación la protagonizaba admirablemente Kristin Scott Thomas por dentro y por fuera, con sobriedad y matices, expresando lo más profundo con el gesto más leve.
Leo reseñas antes de ver Silencio de amor que la emparentan con la mejor época de la comedia italiana. También definiciones tan mosqueantes como que representa un canto a la vida, al amor y a la amistad. O sea, una geografía sentimental con aroma a Julio Iglesias. Una vez vista y oída no pillo su artístico parentesco con las perdurables comedias de Comencini, Monicelli, Risi, Germi, no lo pillo, a no ser que consideren al protagonista Stefano Accorsi como el heredero de los geniales tragicómicos Sordi, Gassman y Mastroianni y la oda a la vida me resulta previsible y desvaída.
Philippe Claudel se inventa una pintoresca familia formada por un viudo presuntamente entrañable que no logra superar la pérdida ni la pena, su quinceañera y muy sensata hija con la que tiene más desencuentros que encuentros, y su hermano mayor, alguien que ha decidido no salir de casa hasta que Berlusconi abandone el gobierno. También tienen una pandilla de amigos que les comprenden y les miman.
Adivinas sin ningun esfuerzo lo que va a ocurrir en cada secuencia. La situaciones y los personajes son esquemáticos. Hay sobredosis de ternura y una pretendida comicidad que busca inútilmente la carcajada cómplice del espectador. Todo es complaciente y amable, incluido el inexcusable final feliz. La veo sin frío ni calor, con la aburrida sensación de que te la sabes de principio a fin. Al menos, sus personajes no me ponen de los nervios, como ocurría con la pandilla de estomagantes cretinos en la celebrada Pequeñas mentiras sin importancia. Tengo un grave problema de química con la mayoría de las comedias francesas.
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