Sesión de polo de limón
La primera vez que fui al cine yo tenía siete años. En aquel entonces el cine era algo extraño a la vida de un niño. Los niños no iban al cine. Los niños se dedicaban a jugar al clavo, al taco, a las tabas cuidadosamente pintadas de colores, a las canicas de barro o cristal, a las chapas preparadas y calibradas con jabón, plástico transparente y arandela cubriendo el rostro del ciclista o jugador favorito, pero no iban al cine; a lo sumo, a las fiestas del colegio o a las procesiones, como la del Corpus en Argüelles. El cine no pertenecía a la vida normal de un niño.
Pero un día, una de esas tías solteras que todos teníamos deciden ocuparse de ti e ingenuamente te ofrecen una liberación impensada y, por supuesto, indeseada, sin atisbar las impresionantes consecuencias que su acto de generosidad va a tener en tu vida. Por ejemplo, te regala tu primer libro de Guillermo inoculándote un sentido de la libertad que la horrorizaría si lo supiera, o te lleva al cine sin sospechar que va a hacer de ti un cinéfilo irredento. Cuando mi tía me anunció un día que me llevaba al cine a ver Los tres caballeros yo lo tomé de entrada con la misma conciencia que si me hubiese prometido un polo de limón.
No recuerdo el cine; era el Gran Vía o el Rialto. Lo que sí recuerdo es la impresión que me causó el descubrimiento de aquel suntuoso y reverencial espacio en el que desembocamos después de subir por las escaleras interiores. Yo nunca había visto antes semejante altura de techo, ni la platea rematada con barandilla de latón y volcada en el vacío al patio de butacas, ni tanta gente sentada, ni el impresionante escenario cubierto por una gigantesca cortina... en fin: lo más parecido a ese espacio que yo pudiera conocer era la iglesia del colegio, y quizá por ello la sensación que me invadió fue de unción religiosa. Y mientras me revolvía y miraba a todos lados y cambiaba nerviosas miradas con mi tía y me sentía conmovido por participar de aquel escenario grandioso, la luces se atenuaron hasta alcanzar la oscuridad, todo el espacio se concentró -y yo con él- en el lienzo blanco que descubrieron las cortinas, la luz lo iluminó y, ante mi asombro, la vida empezó en la pantalla.
Tiempo después, ya adolescente y cinéfilo perdido, viví una escena conmovedora en un cine de sesión continua: asistía a un pase de Fanfan la Tulipe y de pronto, al aparecer por primera vez en pantalla, el público tributó una calurosa ovación a Gina Lollobrigida y reconocí en esa ingenua manifestación de entusiasmo la misma emoción que sentí cuando Los tres caballeros se desplegó ante mis ojos porque mi tía me quiso llevar a conocer la fábrica de sueños; desde entonces, cada vez que voy al cine sigo estando en aquella sala, la de la primera vez.
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