'Efecto Spiderman' en el Guggenheim
Aunque estén atados a cuerdas y poleas es fácil creer que los hombres que trepan cada día por la fachada del Museo Guggenheim de Bilbao tienen superpoderes. Dejar como los chorros del oro uno de los edificios más espectaculares y alambicados del planeta seguro que requiere algún secreto poder mágico. Los escaladores del Guggenheim (como se conoce al equipo que cada día limpia el emblemático edificio de Bilbao) recorren sus 23.000 metros cuadrados de titanio con la misma energía con la que alcanzan la cima de una montaña rocosa de Vizcaya. Eso sí, a ellos no les gusta que nadie se imagine lo que no es. "Aquí hay mucho turista que se queda mirando como las vacas al tren", afirma Julián García, que desde los 21 años (hace ahora 10) limpia la famosa obra de Frank Gehry. "Nos hacen más fotos que a las obras de arte y yo alguna vez ya no puedo más y digo: 'Señora, que no estoy volando".
Una jornada de vértigo con la brigada de limpieza del museo bilbaíno
En el interior del edificio al que miman, Disparos en el rincón -pieza estrella de Anish Kapoor, a quien el museo dedica una muestra monográfica- lanza con un cañón proyectiles de cera roja que, como toneladas de gigantes pintalabios rotos, van creando una extraña masa violenta, Julián García y Óscar Pastor también se arman con arneses, mosquetones, casco, puños y uñas de ascensión, cuerdas y cubos de agua. "Que no se caiga el cubo, eso sí que cuesta", dicen. Hoy le sacan brillo a la pared de cristal de la terraza del atrio. Cada día trabajan una zona desde las siete de la mañana hasta las tres de la tarde. "Cuando hace buen tiempo se está muy bien en los exteriores del edificio, pero en verano, aunque esté nublado, el titanio se calienta mucho y para no quemarnos los brazos tenemos que enfriar las placas con una manguera". Al preguntarles por el mayor reto de su trabajo, Julián no titubea: "Aquí no hay retos, esto es una obligación y la mayor dificultad es madrugar".
Los escaladores entraron en la empresa Argatxe I. S. L. en busca de un oficio que estuviese vinculado con su pasión. Juantxu Luja, director gerente de la empresa, explica que cuando el edificio se ideó nadie había pensado ni en técnicas verticales de limpieza ni en nada en realidad. Fue a la hora de ir construyendo cuando se dieron cuenta de que los accesos eran complicados y de que el edificio necesitaba una limpieza constante y mucho más trabajosa de lo que parecía. "Hemos aprendido sobre la marcha", añade. "¿Cómo se limpia el titanio? Esa es la pregunta del millón. Cada mancha se limpia de una manera distinta. Es muy delicado y complicadísimo dar con el producto adecuado. En el 90% suele ser agua, pero otras veces hacen falta ácidos o sistemas de electroforosis". Según Luja, la técnica que se emplea está más cerca de la espeleología que de la escalada -"para los escaladores, la cuerda es un estorbo"-, y ellos han tomado de aquí y de allá para quitar el polvo y la contaminación en suspensión que se adhiere a las paredes desplomadas de un edifico en el no hay "una dichosa vertical o una paralela".
La torre alcanza los 55 metros de altura, pero aquí tampoco existe la palabra vértigo, dicen los escaladores, que también tienen que cambiar las chapas cuando el viento -o algún gamberro- las arranca. Quizá ellos destierran con incuestionable orgullo profesional el mal de altura y, aunque ni les gusta que les observen ni que les tomen por superhombres, a finales de agosto, en la Bienal de Arquitectura de Venecia, su trabajo se convertirá en el protagonista de la película que, dentro de la serie Living Architectures, han dirigido Ilâ Beka y Louise Lemoine. Y el título, como no, es Gehry's vertigo. Las espectaculares imágenes del documental les siguen hasta donde solo llegan ellos, y desde ahí el edificio surge como un irreal paisaje creado por el hombre pero que sin embargo nos transporta, al menos a los que nunca irán más allá de donde alcanza un ascensor, a otras irrealidades de la naturaleza, como el K-2, ese mito de la cordillera del Himalaya que tan pocos han pisado y con los que tantos han soñado y seguirán soñando.
"Mirar el edificio de esta manera fue algo increíble", explica Louise Lemoine, que reconoce que de la serie que han creado sobre edificios emblemáticos desde la mirada de la gente que los vive cada día hasta establecer con ellos un vínculo tan desprejuiciado como vivo, es el de Ghery el que mayor curiosidad está despertando. "Nos interesó mucho el trabajo de mantenimiento que realiza este increíble equipo, su organización no diría que es militar, pero casi. Su precisión es total. Y el edificio visto desde donde ellos lo ven lo convierte en el edificio del vértigo".
Pero la tensión no está en el vacío, insisten estos escaladores del Guggenheim que de tanto estar en las alturas pisan tierra con una obstinación desarmante, la tensión está en "no andar fino" y romper un cristal, cambiar un cubo de agua y perder el equilibrio o, simplemente, no aburrirse mientras andan fregando por ahí arriba. "Hablamos para pasar mejor el día y siempre llevamos una radio viejilla para escuchar música. Nos decimos bobadas, y poco más".
La araña triste y el perro feliz
Cuando amanece en Bilbao y las señoras de la limpieza (horizontal) arrastran esas aspiradoras industriales que parecen barriles de cerveza, Mama y Puppy, las dos mascotas del Museo Guggenheim, parecen más vivas que nunca. La araña de Louise Bourgeois porque resulta amenazante con sus enormes patas de bronce a punto de echar a andar y Puppy, el popular perrito de Jeff Koons, porque empieza a desplegar su traje veraniego, compuesto por begonias, alegrías, claveles chinos, lovelias y petunias. El contraste entre las dos piezas, esa maternidad tortuosa frente al feliz cachorro floral, se multiplica y nos recuerda su condena: no verse nunca las caras pese a compartir el mismo espacio vital.
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