Desamor neoyorquino
La primera vez que fui a Nueva York fue a los cinco años. Habré visitado la ciudad unas 30 veces desde entonces. Tuve la oportunidad de ir a vivir ahí hace un tiempo, por trabajo. Durante años me lamenté de no haberlo hecho. Ya no.
Tras una estancia de nueve días, acabo de volver a España, encantado, reafirmado en mi convicción de que el spanish way of life es superior al de allá.
Es muy sencillo. La sociedad aquí es más civilizada. En Nueva York se me hace imposible olvidar que, pese a nuestras grandes pretensiones, los seres humanos somos una especie animal más. Vistos desde las alturas de sus grandes edificios, los neoyorquinos parecen hormigas; vistos desde abajo, se confirma que lo son. Desfilan por las calles frenéticos, la mirada fija, con un único y terrible objetivo: sobrevivir.
Mi desamor neoyorquino creo que comenzó hace unos cinco años cuando fui a cenar al que me habían dicho era el mejor restaurante de la ciudad. La comida estuvo excelente pero lo que primaba era la prisa y el indisimulado descaro comercial, las mesas pegadas la una a la otra, enemigas de la intimidad. El instante en que acabamos nuestro último plato, apareció la camarera con la cuenta. Váyanse ya: otro cliente espera; otro que nos dejará la propina obligatoria del 20% del total.
Y ahí se colocó todo en su lugar. Entendí, y lo entiendo más cada vez que voy, por qué los taxistas son todos unos psicópatas; por qué las personas que te atienden en las tiendas, los puestos de hot dogs, los bares, son tan bruscas; por qué si pides ayuda a alguien en las laberínticas estaciones de metro te miran -si te miran- con desprecio. ¿No ves que no tengo tiempo, imbécil? Todos están en una carrera permanente por conseguir dinero, más dinero. La sonrisa, si se da, no es sincera: es un arma de codicia más. Nada es gratis. Todos quieren sacarte algo. Si no hay nada que sacar, no existes.
España es más civilizada porque tenemos otro concepto de lo que es importante en el tiempo que nos toca entre nacer y morir. Queremos dinero, pero queremos otras cosas también. Pausar, charlar, disfrutar del calor humano. Nunca seremos tan ricos como ellos, pero somos más felices -y más dignos-. El animal hispano está en una fase de evolución superior al animal neoyorquino. Hemos salido de la jungla y aprendido el valor de saber vivir.
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