El 'subversivo' Blanco White
Uno de los primeros lectores hispanos del Ensayo político sobre el reino de la Nueva España y, sin duda alguna, su primer divulgador no fue otro que José María Blanco White en las páginas de El Español. Las dos entregas iniciales de la magna obra de Alexander Humboldt, correspondientes al "Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente" editadas en París por el librero Scholl en 1808 -el Ensayo completo no saldría a la luz hasta 1811-, fueron ampliamente reseñadas por él, recién desembarcado en Londres, en el número IV del mensual de julio de 1810. Dieciocho meses después, Blanco insistió en la trascendencia de la obra del gran viajero, científico y geógrafo mediante su propia traducción de un estudio sobre ella publicado en la Edinburgh Review (El Español, XXII, enero de 1812). (...) Si la figura de Humboldt es poco menos que desconocida en España, salvo para un puñado de historiadores, la repercusión de su obra en Hispanoamérica, en especial en México y Cuba, fue tan perdurable como amplia. Como recuerda Juan A. Ortega y Medina, en su bien documentado prólogo al Ensayo (México, Ed. Porrúa, 1973), éste inspiró "casi todos los planos y medidas del México independiente" y alentó a los humboldtianos a deshacerse del lastre religioso y conservador de la Nueva España. Como corroborando sus palabras, en una reciente estancia en Berlín descubrí que el monumento erigido ante la universidad que lleva su nombre había sido donado en 1938 por el claustro de la de La Habana, en homenaje, como reza la lápida, al "segundo descubridor de Cuba".
El papa León XII lanzó una encíclica exhortando a los fieles del Nuevo Mundo a obedecer a Fernando VII
Humboldt y Blanco White coincidieron en la defensa de la libertad económica y la denuncia de la desigualdad social
La naturalidad con que se consideraba inferiores a los negros recuerda lo que les ocurre a las mujeres en parte del mundo de hoy
La ignorancia del pasado colonial y de la extraordinaria labor de escritores e intelectuales hispanoamericanos -desde Bello y Sarmiento a Martí y Alfonso Reyes- que afecta a la paticoja cultura de la Península impone con urgencia la tarea de sustituir las frecuentes conmemoraciones huecas de la clase política por un repaso atento a esta parte desgajada, pero indispensable, de nuestro patrimonio común. Los viajes emprendidos por Humboldt entre 1799 y 1804 constituyen un auténtico vivero de informaciones sobre la geografía y la sociedad del Nuevo Mundo, fruto de una insaciable curiosidad científica forjada en el espíritu de la Ilustración que floreció en Prusia en la segunda mitad del siglo XVIII.
La publicación del Viaje y su repercusión, tanto en Europa como en América, le convirtieron en una de las personalidades más notables y respetadas de la cultura alemana agrupadas en el célebre Círculo de Weimar -Goethe, Herder, Schiller, Schelling...-, y Goethe, en sus Conversaciones con Eckerman, comentó que unas pocas horas de plática con Humboldt equivalían a años de aprendizaje en todos los campos del saber científico.
El racionalismo militante de Humboldt, su liberalismo político y económico, su anticlericalismo y culto a la libertad, convergían con los de Blanco White y le procuraban los instrumentos intelectuales adecuados para analizar los acontecimientos que sacudían América desde la pacífica revolución en Caracas de abril de 1810. Tanto sus valores filosóficos y políticos, como sus doctrinas sobre la explotación racional de los recursos económicos del Nuevo Mundo y sobre el comercio sin trabas entre las dos orillas del Atlántico y los distintos virreinatos, aportaban al exiliado londinense los argumentos necesarios para denunciar el anquilosamiento del cuerpo legal, el despotismo de la administración, los privilegios abusivos de la Iglesia, el inhumano sistema de las castas y la monstruosa desigualdad de las clases sociales como las causas reales de una insurrección que conduciría inevitablemente a la independencia y fragmentación de los dominios coloniales de España. Comunes a ambos autores eran asimismo la aspiración a una mejora educativa y moral de la población, a la plena libertad de conciencia y a una distribución más justa de la riqueza y los bienes acaparados por mercaderes sin escrúpulos, la Iglesia católica y una administración parasitaria y rapaz.
El monopolio de los comerciantes de Cádiz y de Filipinas no sólo acentuaba la desunión entre la metrópoli y sus posesiones ultramarinas, sino también, para Humboldt, abría una brecha entre los peninsulares y los criollos que violaba el estatus de las Leyes de Indias establecidas después de la Conquista. Como dice Ortega y Medina en el prólogo antes citado, "el imperio borbónico, al restringir la libertad económica y política y al oponerse a las legítimas ambiciones de la clase criolla, cavaba su propia tumba". Desde la entronización de la dinastía borbónica en España, la tendencia fue ir convirtiendo a los antiguos reinos de ultramar en colonias. El lector de los artículos de Blanco White en El Español hallará la impronta decisiva de Humboldt en los párrafos que citamos a continuación:
"Las leyes españolas conceden unos mismos derechos a todos los blancos; pero los encargados de la ejecución de las leyes buscan todos los medios de destruir una igualdad que ofende el orgullo europeo. El gobierno, desconfiado de los criollos, da los empleos importantes exclusivamente a naturales de la España antigua, y aun, de algunos años a esta parte, se disponía en Madrid de los empleos más pequeños en la administración de aduanas o del tabaco. El más miserable europeo, sin educación y sin cultivo de su entendimiento, se cree superior a los blancos nacidos en el Nuevo Continente".
A raíz de ello, explica: "Los criollos prefieren que se les llame americanos; y desde la paz de Versalles y, especialmente, después de 1789 se les oye decir muchas veces con orgullo: 'Yo no soy español, soy americano'; palabras que descubren los síntomas de un antiguo resentimiento. Delante de la ley todo criollo blanco es español; pero el abuso de las leyes, la falsa dirección del Gobierno colonial, el ejemplo de los Estados confederados de la América septentrional y el influjo de las opiniones del siglo han aflojado los vínculos que en otro tiempo unían más íntimamente a los españoles criollos con los españoles europeos".
Las brutales incursiones de los frailes misioneros de la América meridional en las tierras ocupadas por tribus pacíficas de indígenas, llamados indios bravos porque no habían aprendido aún a hacer la señal de la cruz, incursiones en las que se apoderaban a la fuerza de niños, mujeres y ancianos y se separaba sin compasión a los hijos de sus madres, descritas por Humboldt, debieron de impresionar también a Blanco y reforzar su aversión a la Iglesia católica con la que acababa de romper.
(...) La reacción cívica de Blanco White ante el lucrativo comercio de esclavos por los europeos data de su juventud. Entre sus lecturas figuró quizá la de Cadalso, autor que mereció siempre su estima, y cuya crítica a aquél en sus Cartas marruecas enlaza con la de los ilustrados franceses de la época. Pero fue, con mayor seguridad, la amistad y el contacto con Isidoro de Antillón -su compañero de redacción en el Semanario Patriótico y víctima, después, de la represión fernandina a la vuelta al trono del mal deseado monarca- lo que despertó su conciencia sobre la cruel realidad de la trata. El científico aragonés, portavoz de las ideas republicanas en los últimos años del reinado de Carlos IV, había compuesto en 1802 un elocuente alegato a favor del abolicionismo. Sus ideas, entonces muy minoritarias en España, chocaban con los intereses de la poderosa sacarocracia de ultramar y no hallaron gran eco en la Península fuera del círculo de los afrancesados, tan justamente reivindicados por Miguel Artola.
La publicación de A letter for abolition of the slaves trade del inglés Wilberforce tuvo, al contrario, un gran influjo en la opinión pública de su país y fue determinante en el Bill de abolición de la trata votado en el Parlamento británico en febrero de 1807. El "abominable" comercio de esclavos indignaba justamente a Blanco White, y en tres entregas sucesivas, impresas en los números XIX, XX y XXI de El Español con el título de "Extracto de una carta de Mr. Wilberforce sobre la abolición del comercio de negros", arremete duramente contra quienes lo realizaban y lo toleraban con razonamientos hipócritas y contrarios a todo sentimiento de humanidad. La pluma del expatriado se enfrenta a ellos con una lógica que si hoy nos parece, por fortuna, irrebatible, chocaba entonces con los intereses de la Iglesia y de los latifundistas cañeros, intereses revestidos con una serie de razones morales y religiosas de apariencia filantrópica: la esclavitud era un instrumento divino que permitía a los negros civilizarse, cristianizarse y salvar su alma. La extraordinaria obra del historiador cubano Manuel Moreno Fraginals El ingenio expone y desmonta esta argumentación presuntamente humanitaria de próceres "ilustrados", como su paisano Arango y Parreño, y de los capellanes que catequizaban a la "negrada" en las centrales azucareras. La Explicación de la doctrina cristiana acomodada a la capacidad de los negros bozales, abundantemente citada por Moreno Fraginals, compara, en efecto, el trabajo esclavo en el batey y el tratamiento purificador de la caña y su purga en los trapiches con el progresivo blanqueo del alma de los negros, que se redimen así de su condición inferior y alcanzan la gloria del cielo.
Esta parodia del amor y la caridad evangélicos partía de un sentimiento real que sólo un pequeño núcleo de pensadores ponía en tela de juicio: la de la supuesta inferioridad de los negros, que, como la de las mujeres todavía en gran parte del mundo de hoy, obedecería a un presunto orden natural. Contra tan aberrante naturalidad se alzaron los abolicionistas del siglo XVII, como se alzarían un siglo y pico más tarde las precursoras del movimiento feminista. La respuesta de Blanco White al racismo que justifica las atrocidades del colonialismo europeo no tiene desperdicio:
"La razón que alegan, en general, los colonos es que los negros son de carácter perverso, y que sólo el temor puede contenerlos. Yo por mí creo que los negros deben ser naturalmente buenos, cuando el trato que les han dado los europeos no los ha convertido uno por uno en monstruos" (El Español, noviembre de 1811).
En el mismo artículo, animado sin duda por las medidas abolicionistas adoptadas por las juntas emancipadoras de Caracas y México -y a las que seguirían pronto las de las nuevas autoridades de Santiago y Buenos Aires-, Blanco White insiste en la urgencia de poner fin a semejante indignidad. "Aún no alcanza la idea a discurrir cuándo podrá llegar el tiempo en que desaparezca la esclavitud de la haz de la tierra", escribe, para agregar a continuación que "los españoles deben coronar esta gloria, contribuyendo a la completa extinción del tráfico".
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano había tenido un efecto previsible en la colonia francesa de Haití: la sangrienta rebelión de los esclavos en 1804. Pero las ideas se abrían difícilmente camino en España y sus dominios americanos, y había que pedir lo aún imposible, como hacía Blanco White, para que fuera posible algún día, más temprano que tarde. La sordera de la Regencia a unas demandas que ponían en peligro los intereses generados por la trata provocó una nueva intervención del expatriado:
"¿Debe el Gobierno de España quejarse en nombre de la nación que lo ha constituido a su frente de que hay quien incomode a sus vasallos que se emplean en robar hombres, mujeres y niños, para venderlos a gentes que los hacen trabajar toda la vida, apropiándose el fruto de este trabajo, y hasta los hijos que produzcan en esta miserable esclavitud? El hecho, presentado de este modo, parece una paradoja inconcebible. Mas yo apelo al buen juicio de todos los hombres del mundo, que me digan si hay otro modo de pintar este procedimiento u otro aspecto por donde mirarlo... Tan bárbaras, tan fútiles y aun viles son cuantas razones se pueden imaginar para sostener, ni un momento, el tráfico de esclavos que el ánimo indignado se desdeña con abominación de recordarlas, y aun más, de responderlas".
El interés de Blanco White por combatir la trata se manifiesta con mayor precisión y abundancia de razonamientos en su Bosquejo del comercio de esclavos y reflexiones sobre este tráfico considerado moral, política y cristianamente, obra publicada de forma anónima e impresa en Londres en 1814, año del cierre definitivo de El Español. Escrito en homenaje a Wilberforce, refleja también su atenta lectura de los Viajes del explorador escocés Mungo Park, que recorrió la cuenca del Níger en una caravana de esclavos y trazó un cuadro sombrío, pero sin afán propagandístico alguno, de su miserable condición.
La esclavitud, sostiene Blanco White, no civiliza en modo alguno a los africanos: destroza sus vidas y los barbariza. Invirtiendo los términos del planteamiento colonialista, denuncia que los europeos "embrutecen a los negros por el tráfico que hacen de ellos y luego defienden este tráfico alegando que los negros son semibrutos". ¿Quién reconocerá un día en los países de nuestra lengua la deuda contraída por todos con el redactor de El Español por esta amplitud de miras y hondo sentido de la justicia ante los extravíos y horrores de la difícilmente mejorable especie, no sé si humana o inhumana, a la que pertenecemos?
(...) En octubre de 1813, de vuelta el rey a la Corte, y a la luz de las divisiones que el acontecimiento suscita entre absolutistas y liberales, comenta amargamente que "España está dividida en dos partidos: uno que nada ve ni nada atiende sino a convertir en leyes una porción de máximas abstractas; otro que a nada aspira sino a conservar la tiranía religiosa que ha reinado allí desde los siglos bárbaros".
Dictamen certero: la incompatibilidad entre los patriotas imbuidos de vagos principios doctrinales, pero cuya aplicación concreta denegaban a los insurgentes americanos, y los que serían denominados más tarde "serviles" en razón de su sumisión ciega al monarca, presagiaba ya la historia de las siguientes décadas.
Al desatarse la feroz represión contra los primeros, Blanco White recuerda al rey que debe su corona "al patriotismo de la nación entera y en especial al de los que las circunstancias de aquella época pusieron al frente del pueblo". ¿Cómo justificar, en efecto, ante la historia, que mientras el monarca disfrutaba de la vida en su jaula dorada del castillo de Valençay (Francia) y solicitaba, con el oportunismo y vileza que le caracterizaron, la mano de la sobrina de Napoleón, los que defendieron sus derechos con las armas yacieran después en prisiones como recompensa a su honradez y valentía? Blanco veía en ello una vuelta a los métodos del pasado más sombrío -el retorno al Santo Oficio-, y no se equivocaba. En 1819, el fiscal de la restaurada Inquisición de Canarias calificará la obra del escritor de "tejido continuado de blasfemias contra la Sagrada Religión" y acusará al redactor de El Español -que seguía circulando con éxito bajo mano en las dos orillas del Atlántico- "de horrendas invectivas contra los soberanos" y de inducir a sus "vasallos a la independencia y a la absoluta libertad".
La antigua y poco santa alianza entre el trono y el altar se manifestará aún en la postrimería del dominio español en el Nuevo Mundo con motivo de la Encíclica de León XII publicada en la Gaceta de Madrid el 18 de febrero de 1825 y reproducida por Blanco White en Variedades. El contenido y lenguaje de la misma, tan similares a los de la "Carta Colectiva del Episcopado" que bendijo la cruzada franquista en 1936, merecen reproducirse como un recordatorio de este furor santo que acecha a los descarriados a lo largo de la historia de España y de sus dominios.
Después de evocar "las funestas nuevas de la deplorable situación del Estado y la Iglesia" en tierras americanas, fruto de "la cizaña de la rebelión" sembrada por el enemigo, León XII prosigue: "No podemos menos que lamentarnos amargamente cómo se propaga y cunde el contagio de libros y folletos incendiarios en los que se menosprecian y se intenta hacer odiosas ambas potestades, eclesiásticas y civil". Para el pontífice, en su ya inútil socorro al monarca, las juntas independentistas americanas, que "se forman en la lobreguez de las tinieblas" y por cuya "inmunda sentina" se derrama "cuanto hay y ha habido de más sacrílego y blasfemo en todas las sectas heréticas", conducen con sus doctrinas a la ruina de las almas. Como remedio a tantos y tan graves males, León XII exhorta a los fieles del Nuevo Mundo a obedecer: "A nuestro muy amado Hijo Fernando, Rey católico de las Españas, cuya sublime y sólida virtud le hace anteponer al esplendor de su grandeza, el lustre de la Religión y la felicidad de sus súbditos".
Blanco White, 'El Español' y la independencia de América, de Juan Goytisolo. Ediciones Taurus. Precio: 19 euros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.