La guerra de las tijeras de oro
En el mes de marzo de 1999 estalló una poco elegante guerra financiera que se extendió desde Italia a Francia por dominar al grupo Gucci. Los grandes empresarios del sector del consumo de lujo, ambos franceses, François Pinault y Bernard Arnault (el primero, gran cerebro del grupo PRP y el segundo director del no menos grande LVMH) eran los guerreros sin antifaz de esta batalla campal. Estas aparentemente oscuras siglas son los grupos que reúnen a los sellos, las marcas conocidas de todos y ansiosamente consumidas como demostración de buen gusto y alto poder adquisitivo. Por ejemplo: la empresa LVMH ya tiene bajo su amplísimo manto multinacional a Loewe, la única firma española de moda con una gran implantación internacional de alto prestigio.
Sus amigos y admiradores le ven como un héroe que ha quemado su última nave en pos de su dignidad. Otros dicen que sólo son presiones y dinero
Esta decisión insólita marca un antes y un después en la reflexión sobre si la alta costura tiene aún algún sentido, si es que lo tuvo alguna vez
Pinault, entre otros negocios boyantes del sector de la moda, ya tenía en sus manos a la zona de alta costura de YSL. Sin embargo, Yves Saint Laurent Rive Gauche, tras múltiples peripecias y pujas, fue a parar a manos de Gucci y Pinault ha depositado su total confianza en el norteamericano Tom Ford como creativo de nueva generación.
En Gucci tampoco se andan con chiquitas (muerto familiar incluido) a la hora de batallar, y la agresiva expansión del grupo ha hecho temblar a otras marcas, que han optado también por la guerra. Esta agresividad se demuestra hasta en el aspecto de su flamante director creativo, Tom Ford, a quien Yves Saint Laurent no traga.
Todos querrían a Gucci y a Tom Ford de cara a la expansión norteamericana. Esa guerra finalmente ha terminado de encumbrar a Ford y arrastrado la cabeza de Yves, que está, cómo él mismo ha reconocido siempre y una vez más, en otro mundo, en la idea de que hacer ropa es otra cosa que hacer opas hostiles y campañas mundiales masificadas. Las pérdidas acumuladas por la zona de alta costura de la firma YSL han determinado este carpetazo que algo tiene de quijotesco, pero también bastante de noble empecinado.
Citas de Proust
Fue el pasado 7 de enero, a las doce de la mañana, cuando el modista Yves Saint Laurent dio una conferencia de prensa en su sede de alta costura, muy cerca del Sena, del puente Alma y de donde murió Diana de Gales. También a dos pasos está el Museo de Arte Oriental y la última casa donde vivió y murió su amado Marcel Proust (a quien citó con amargura en el texto que leyó frente a la nube de cámaras y periodistas especializados), y a nadie se le escapa que esta decisión insólita e inesperada establece un antes y un después en la reflexión sobre si la alta costura tiene aún algún sentido, si es que lo tuvo alguna vez, y, sobre todo, que una era de la moda está ciertamente terminada.
El número 5 de la avenida Marceau está como siempre. Las puertas cristaleras entornadas guardan un discreto silencio. Dentro, la luz es suave; la alfombra es tan gruesa que amortigua el paso y la voz de la recepcionista, vestida de negro riguroso y con adusto gesto ante los advenedizos. Hay algún curioso cerca, una periodista japonesa, dos señoras que recuerdan vagamente los poderes de Mona Bismarck y un gran logotipo mudo que ya es, en sí, pasado. Por la gran escalera suben y bajan empleados con gruesas carpetas.
Hoy se está haciendo en chez YSL el cast para el desfile del próximo día 22 de este mes en el Centro Georges Pompidou, y también llegan algunas modelos conocidas (largas y pálidas unas, negras y sensuales otras) con las que la señora de negro es, por fin, más amable que con el resto de los mortales. Otro empleado entrega al periodista una copia del texto leído por Yves Saint Laurent: son más de tres retóricos folios donde se aclara que el desfile del Pompidou tendrá carácter retrospectivo, una especie de epitafio estético que se está preparando él mismo.
Pero la quietud es aparente, y el silencio, una formalidad. Hay muchos nervios todavía, aunque lo peor ya ha pasado: el amargo trago de decir adiós a 40 años de trabajo continuado, de grandes éxitos, de vivir en la gloria. Ahora todos se concentran en el próximo desfile, para el que ya no hay manera de acreditarse: 'Estarán todos. Será una cita mágica con la vida de Yves, con lo que nos ha dado', comenta una ex modelo. Y hay rumores de toda índole sobre quiénes de la profesión irán a darle un beso de Judas a YSL, quiénes estarán en la primera fila además de Catherine Denueve y Lou Lou de la Falaisse, y sobre todo si Tom Ford se permitirá asistir. Tom Ford, crativo principal de Gucci, los dueños del cotarro, se ha convertido en la bestia negra (su color preferido) de este desenlace. Pierre Berge dijo una vez que 'Yves no ha visto nunca un vestido de Gucci. Para él no existe'. Y una amiga de Saint Laurent apostilla ahora: 'Pero Tom sí ha visto muchos, muchísimos trajes de Yves'.
Respeto al divo
Por alguna razón, París y su prensa canalla son respetuosos con sus divos locales, y nadie persigue estos días a Yves, ni hay paparazzi apostados en el solemne portal de la Rue de Babylone (la casa que compartió con Pierre Berge mientras fueron amantes y en la que se quedó solísimo cuando éste le abandonó). ¿Para qué retratar ofensivamente a un hombre vencido cuyo lastimero nudo de la corbata parece una horca? Los amigos, los admiradores profesionales de Yves Saint Laurent, le ven hoy, y a la luz de su decisión de retirarse, como un héroe que ha quemado su última nave en pos de su dignidad, algo que se mezcla peligrosamente con su perfil vanidoso y egocéntrico. Otros dicen que es solamente dinero. Presiones y dinero. Mucho dinero.
Los enormes espejos grutesque-chinoise del salón de alta costura de la avenida Marceau devuelven un aire vacío, una visión poco alentadora que casi se hace fúnebre con la decoración: flores blancas y obeliscos de granito negro. En las vitrinas, piezas de bisutería tan cara como si fueran joyas verdaderas, echarpes de colores sombríos, bolsos en los que guardar muy pocas cosas.
Un niño terrible hasta el final
AHORA, EL DÍA 22 DE ENERO, con la pasarela retrospectiva y teatral en Pompidou se cerrará un ciclo que se abrió en 1962 con su primer desfile, aquel que la revista Life calificó como 'la mejor colección de trajes concebida desde Chanel'.
Seguro que Yves inventa algo. Será un niño terrible hasta el último día. Provocará de nuevo, dejará una estela de inconformismo chic, tal como lo hizo en su momento con las transparencias, los esmóquines femeninos o la combinación única y hasta insólita del azul noche con el negro, señas cromáticas de su logo y de su perfume favorito.
Se sabe que a su lado están hoy en el atelier los incondicionales, que no se ha movido de la ciudad, y el secretismo habitual del mundo de la alta moda antes de un desfile que se ha multiplicado por cien en este caso. A pesar de ello, la ocasión ha servido para desenterrar las zonas más oscuras de la biografía de Yves Saint Laurent, sus adicciones al alcohol y a las drogas, sus depresiones y su impudor al no querer renunciar a ningún lujo, un tren de vida tan poco realista como proustiano que pasa por sus mansiones en Marraquech o la Costa Azul, su gusto por las rosas encarnadas y una timidez no siempre bien comprendida por la prensa.
A sus 66 años, voluntariamente, Yves Saint Laurent se despoja de su pasión y su trono, quizá brindándose a sí mismo la única ocasión de volver sobre los pasos del niño introvertido y difícil, de infancia oscura, cuya burbuja de glamour le ha mantenido durante décadas en el terreno movedizo de la fama, en un imaginario que, como la moda misma, tiene su
zona abisal.
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