La caída del muro de Berlín
Guardo sobre mi mesa de trabajo dos pequeños objetos en apariencia absurdos. Uno es un cilindro de aluminio con dos bornes de cobre. No sé lo que es: supongo que un componente eléctrico. En la base se lee Made in URSS. Lo recogí en Berlín, a los pocos días de la caída del muro, entre las ruinas de Check Point Charly. Es decir, en el paso mítico entre el Berlín Oriental y el Occidental, en la frontera tenebrosa que tantas veces salió en las películas de espías. Pero, caído el muro, las masas enardecidas reventaron a palos las cabinas vacías de los vigilantes. Ahí estaban, con las ventanas rotas, las puertas descolgadas de sus goznes, el suelo recubierto de una crujiente alfombra de cristales, de entre cuyas esquirlas rescaté, como recuerdo, el pequeño cilindro.
Hordas de jóvenes socialistas, rápidamente adaptados a los usos mercantiles occidentales, vendían el muro a pedacitos: había pendientes de pizcas de hormigón
El delirante secretismo de los regímenes dictatoriales les había hecho creer que vivían en el mejor país del mundo. Y con la caída del muro empezaron a conocer datos pavorosos
Los sistemas socialistas, con su férrea reglamentación de la existencia, con su intromisión en todos los aspectos de la vida, tanto pública como privada, roban los sueños de la gente
El otro objeto resulta aún más anodino. Es un fragmento de hormigón grisáceo, una miga pétrea irregular del tamaño de una nuez, con un poco de pintura azul en un costado. Es un trozo del muro. No lo cogí yo misma, porque los cascotes pequeños se esfumaron muy pronto, sobre todo los más valorados, que eran aquellos que mostraban restos de las pintadas de protesta. Esos fragmentos reaparecieron enseguida en frágiles tenderetes callejeros. Hordas de jóvenes socialistas, rápidamente adaptados a los usos mercantiles occidentales, vendían el muro a pedacitos: incluso había pendientes confeccionados con pizcas de hormigón. En fin, el caso es que aquí tengo ahora, ante mí, dos objetos que parecen basuras. Y que en realidad lo son. Se diría que del muro, y de todo lo que supuso el muro, de la tensión y la tragedia, de la guerra fría, hoy sólo quedan estas basurillas.
Y lo más increíble es que aquella estrepitosa caída pilló por sorpresa a todo el mundo. Esos protagonistas de la Historia a quienes yo interrogaba eran seres estupefactos, sujetos pasivos y no activos, meras hojas que el viento zarandeaba. El muro se colapsó a las doce de la noche del 9 de noviembre, momento en el que miles de personas abandonaron la RDA a todo correr, como agua que desborda un dique roto. Fue una presión multitudinaria que brotó de repente, sin líderes ni ideologías. Hasta tres meses antes no había habido en la RDA ninguna oposición organizada.
El peso de la revolución
Hablé, por ejemplo, con Christine y Sebastian Pffugbeil, una médica y un físico de 40 años, dirigentes del Nuevo Foro, la organización más importante entre las recién creadas. Pocos meses atrás, no eran más que una pareja de profesionales liberales, cultos e inquietos. Pero con la caída del muro se despertaron convertidos en políticos: "Se supone que ahora deberíamos tomar el poder nosotros, la oposición, pero no estamos preparados", me explicaba el desconcertado Sebastian, "la población esperaba que nosotros supiéramos resolver la situación, pero no sabemos". Christina y Sebastian se sentían abrumados: de pronto descansaba sobre sus hombros el peso enorme y no buscado de la revolución.
Ese era el tono general. Desconcierto, incredulidad ante lo logrado, sensación de vértigo. Y una alegría burbujeante, histérica. Parecía que todo el mundo, incluidos los dos millones de afiliados al partido comunista, estaba encantado con la situación. Sin duda algunos mentirían para adecuarse a los nuevos tiempos, aparentando un pedigrí democrático inexistente. Pero creo que la inmensa mayoría eran sinceros y que en la RDA había sucedido algo semejante a lo que pasó en los últimos años del franquismo: que el país real había ido evolucionando por su cuenta y separándose cada día más del país oficial, hasta que éste quedó convertido en una cáscara hueca. De ahí el rápido colapso del sistema. Lo derribó un soplido de la Historia como quien desbarata un castillo de naipes.
Luego estaba la indignación, una furia creciente, la sensación de haber sido estafados. El delirante secretismo de los regímenes dictatoriales les había hecho creer que vivían en el mejor país del mundo. Y con la caída del muro empezaron a enterarse de datos pavorosos. Por ejemplo, se sabía ya que la crisis económica era enorme, pero la gestión había sido tan mala que ni siquiera tenían las cifras exactas de qué era lo que se debía y a quién. Esta bajada del limbo fue, en realidad, como un nacimiento: los alemanes orientales eran unos niños que comenzaban su andadura. Y, como niños, se atrevían a soñar por vez primera y todos formulaban algún deseo: Maudy, de trece años, quería que el ruso no fuera obligatorio en la escuela. Olaf, que estaba en la mili, quería que el servicio militar se hiciera cerca del hogar. Una agente de policía de Dresde quería que los críos no tuvieran colegio los sábados. Ingrid deseaba que las tiendas tuvieran plátanos y mandarinas... Cada cual exponía su minúscula petición al periodista, haciéndote sentir como el correo de los Reyes Magos.
También había mucho dolor, sobre todo en las personas mayores. En el siglo XX, Centroeuropa fue un enclave trágico, una tierra empapada de lágrimas y sangre. Margot, de 62 años, vivió en el Berlín de la posguerra, arrasado por las bombas. Desde 1948 hasta 1959, Margot trabajó nueve horas al día como secretaria y después invertía, como todos, cuatro horas más en limpiar de escombros la ciudad, a oscuras, mal vestida, subalimentada, lloviera o nevara. "No teníamos ni siquiera guantes, te destrozabas las manos... Y ahora, después de trabajar como un caballo durante cuarenta años, están destruyendo el país". Ahora resultaba que ese sacrificio colosal no había servido de nada. De todo ese sufrimiento, ya está dicho, apenas si quedan unas basurillas.
Seis meses después regresé a Alemania para hacer un reportaje sobre la Reunificación. Y sólo entonces entendí de verdad lo que había sucedido, el porqué del colapso del socialismo. Un día entré en un supermercado de la RDA, antaño desabastecido como todos, pero que para entonces ya se encontraba ricamente surtido con los productos occidentales. Los clientes paseaban por los pasillos contemplando con ojos maravillados el tesoro de productos multicolores, los brillantes envoltorios, la variedad de marcas. Miraban pero no compraban, porque los billetes de la RDA, pequeñitos como dinero de juguete, no les servían prácticamente para nada. Eran pobres ante un mundo muy rico. Me acerqué a una mujer, Katia, que por su edad, 59 años, debía de haber conocido los mismos rigores que Margot. Llevaba un carro inmenso con un único y minúsculo yogur. "Ahora la vida es mucho mejor", me dijo, "ahora hay libertad y en las tiendas hay de todo". A lo que yo contesté, estúpidamente sabihonda, con la tópica frase progre del momento: "Sí, hay de todo, pero usted no tiene dinero para adquirirlo". Katia sonrió: "Pues entonces será cuestión de administrarse mejor. Si no es hoy, será mañana cuando pueda comprarlo". Entonces comprendí. Los sistemas socialistas, con su férrea reglamentación de la existencia, con su intromisión en todos los aspectos de la vida, tanto pública como privada, roban los sueños de la gente. Y el ser humano es sobre todo sus sueños, así sean sublimes o banales. Por eso cayó el muro de Berlín. No hay hormigón que resista la fuerza corrosiva de las ilusiones.
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